Cultura

Interrogantes de ayer mismo

 

            Al echar la vista atrás y recordar el horizonte que les correspondió presenciar a los intelectuales españoles del último periodo predemocrático, uno se percata de que aquellos tiempos fueron demasiado grises y en exceso tormentosos. El tiempo ha mejorado sin duda, se atemperó en su día el frío helador de la censura –ahora son otras las censuras que funcionan- y hoy tenemos la libertad de expresión en la yema de los dedos, siempre a nuestro servicio al teclear el ordenador personal. Pero viene bien, y hasta diríamos que es del todo saludable, rememorar algunos aspectos de aquellos singulares y grisáceos tiempos de cuidado desde nuestra firme atalaya del presente.

            Ante los signos de apertura gubernamental del último periodo franquista, el escritor español se sintió sin duda muy desconcertado. Se estaban abriendo de pronto, ante sus ojos incrédulos, otros caminos más anchos, menos espinosos que los precedentes. La censura, el veto estatal a según qué temas, se alejaba de las imprentas y editoriales a indecible velocidad. Por un tiempo, el autor se creyó paralizado ante el nuevo paisaje. Era la primavera radiante tras el invierno marchito y gélido.

            La renovación creativa no se hizo esperar. Los autores malditos salieron de sus cubiles y se vieron inopinadamente ensalzados sobre áureos pedestales de protagonismo, sobre todo a raíz de noviembre de 1975. Pero el escritor –hablando en general-, antes de ponerse al teclado, tiene siempre en la cabeza un dilema que suele ser común: ¿Para quién escribir? ¿Por qué hacerlo? He aquí las interrogantes principales inherentes al proceso creativo. Son de ayer, pero también de ahora mismo.

            Los problemas derivados del binomio autor-obra resultan, en toda su posible extensión, muy complejos. ¿Qué significado tiene el propio término de literatura? La expresión como tal, en clave terminológica, data del siglo XVIII, lo que ya nos da una ligera idea del confusionismo en que ha estado inmersa, durante años, la teoría de la creación literaria. La literatura, no obstante, ha dependido siempre del medio. “Hay que ubicarla en su marco social. Esto es muy importante, porque la literatura no es un objeto intemporal, sino un conjunto de prácticas y de valores situados en una sociedad determinada”. Nos da la sensación de que Barthes1 está en lo cierto. La literatura  pertenece -como objeto de creación que es- a un periodo de vida, de existencia o de tiempo concreto, y está ligada indisolublemente a una sociedad bien delimitada.

            Nos podemos preguntar si la literatura sirve a las ideologías. ¿Debe ser así, en todo caso? Aquí tenemos otro planteamiento difícil de dilucidar. Si contestamos afirmativamente, podemos ser injustos con el autor del arte inconcreto, con el literato que busca únicamente una calidad literaria para su obra, si es que los hay, dando preponderancia a la estilística sobre el mensaje que pudiera transmitir. Si decimos, por el contrario, que la literatura no debe servir a la consecución de unos fines específicos o a una determinada ideología, nos estaremos engañando también, pues muchos autores predican sus credos e ideales a través de obras que, genéricamente, venimos definiendo de literatura social, en la que se mezcla la creación propiamente dicha con la historia política pasada o presente en un amasijo que no me atrevo a denominar de creación, sino más bien de finalidad.

            La figura del autor -verdadero hacedor de la obra literaria- debería ser el punto central de estas interrogantes. En el escritor y su ideología, en sus ansias y expectativas, radica casi siempre el resultado de su paternidad y originalidad. “Si hago hincapié en el nacimiento del acto literario, en la producción de la escritura, es porque contemplo en todo escritor a un individuo que rechaza primero el lenguaje común, ni que decir tiene, pero que rechaza incluso todo cuanto se ha escrito antes de él. La literatura nace cada vez con el individuo que escribe y en la voluntad de abolir todas las literaturas anteriores. Puede que el escritor imite a veces, pero será contra su voluntad e inconscientemente”2.

            Es obvio que debemos hacer nuestras, en razón de la experiencia particular, las palabras de Nadeau. El escritor ha de ser la base misma de la creación original. Normalmente, los escritores nos refugiamos en nosotros mismos, en nuestro ego íntimo, del que sacamos ocasionalmente la materia prima de nuestra obra en gestación. Ésta, una vez conclusa, es para el autor como parte de sí mismo, un fragmento de su vida, una prolongación irremediable y rebelde; algo más, en definitiva, que un montón de cuartillas emborronadas por sus trazos de escritura o inundados con el negro cemento de los párrafos impresos a ordenador. Siempre que nos hallemos delante de una dosis de honestidad creativa, la obra literaria será algo compacto, una ilusión formidable, una realidad digna, merecedora en cualquier caso del más absoluto respeto.

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El escritor será el centro neurálgico de todas las interrogantes 

          En aquella España todavía gris de la década de los setenta –ayer, como quien dice- se dio una plétora de publicaciones. A ella solemos aludir casi siempre al caracterizar el atractivo periodo de 1968 a 1975. No sólo se publicó mucho material literario, sino que también aparecieron numerosas y destacables revistas de carácter cultural. El mundo de la revista especializada, y por tanto minoritaria, ha sido siempre -y lo sigue siendo ahora- un interesante indicador de la situación cultural en que se mueve el país. En 1970 aparece El Urogallo –la recordarán ustedes si van por la cincuentena como yo-, revista promovida, apoyada y prestigiada por la firma de Elena Soriano. La publicación perduró hasta el mismo año de la muerte del general Franco. Y no podemos olvidarnos de Ínsula, nacida en 1946 y fundamentada en la crítica literaria de orientación liberal. Otra publicación reseñable de la época es Camp de l’Arpa, aparecida en 1972 bajo la dirección del crítico catalán Juan Ramón Masoliver. Magnífico proyecto con mucho trabajo detrás.

            Todas estas publicaciones, y otras muchas que citamos, tuvieron en los días grises una considerable importancia para las letras y el progreso del pensamiento social en España.

            Se incrementa por esos años la penetración del marxismo radical en ambientes de intelectualidad, fenómeno que no es exclusivo del mundillo cultural español. Lo realmente curioso es que las doctrinas marxistas se introducen a veces bajo las sotanas clericales más inopinadas, produciendo una escisión ideológica en el interior de los círculos católicos. Algunos se preguntaban si era lícito ser comunista y católico al mismo tiempo, y debemos recordar que el asunto dio pie a una gran polémica. Los más rígidos contestaban negativamente y fruncían el ceño ante tan necia interpelación; pero los hubo que dejaron reposar la pregunta en el fondo de su conocimiento y aceptaron la licitud, haciéndola compatible con los mandatos de Cristo y de la Iglesia. Un ejemplo claro lo tenemos en Díez Alegría, que fue expulsado de la Compañía de Jesús a raíz de la publicación de sus libros conciliadores con la realidad social, entre los que cabe destacar el titulado Yo creo en la esperanza3.

            Al final de este periodo predemocrático, tomaron gran pujanza los ensayos históricos y políticos. El periodo del que estamos tratando –ese tiempo fue ayer mismo- ha sido muy estudiado por ensayistas y críticos de renombre. Se pueden hallar aún por las librerías de viejo, sin excesivo esfuerzo, tratados completos, en primeras o segundas ediciones incluso, acerca de estos años en los que la dictadura fue boqueando en el centro de un país con ansias de volar hacia la Europa del futuro, abierta y azul, esa misma Europa de la que ahora disfrutan nuestros hijos en paz y libertad. Santas palabras.

 

.·.

[1] BARTHES, Roland y otros, “Escribir ¿por qué?, ¿para qué?”, en ¿A dónde va la literatura?, Caracas, Monte Ávila Editores, 1976. Roland Barthes (Cheburgo, 1915- París, 1980), afamado crítico y lingüista, fue profesor de Semiología en el Colegio de Francia desde 1977. Destacó por su originalidad en el estudio del fenómeno creativo en literatura. Ha publicado numerosos libros, como Sur Racine (1963), Elementos de semiología (1964), Le plaisir du texte (1973) y La cámara lúcida (1980), entre otros. Éste último, muy original e interesante, acerca de la relación entre espacio y tiempo a través de la fotografía.

 

2 NADEAU, Maurice y otros, op. cit nota 1.

 

3 DÍEZ ALEGRÍA, José María, Yo creo en la esperanza, Desclee, 1973. José María Díez Alegría nace en Gijón en 1911. Jesuita y doctor por la Universidad Gregoriana de Roma, ejerció como catedrático de Ética y Moral. Se vio obligado a abandonar la Compañía de Jesús a causa de sus ideas heterodoxas relativas al cristianismo y la realidad política y social española, ideas expresadas en sus obras Actitudes cristianas ante los problemas sociales (1967) y Cristianismo y revolución (1968), entre otras. Curiosamente, su hermano Luis, militar de carrera, fue director general de la Guardia Civil entre 1969 y 1972, y jefe de la Casa Militar de Franco desde 1972 a 1975.

 


Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española