Cultura

La columna

La serenidad que requiere la convalecencia tras una intervención quirúrgica, me ofrece hoy la impagable oportunidad de reflexionar sin prisa sobre la importancia de la columna. No teman: nada les contaré acerca de asuntos arquitectónicos, ni voy tampoco a escribir una sola letra acerca de formaciones militares en columnas, ni siquiera me ocuparé de los huesos vertebrales. Tampoco voy a decir palabra sobre las columnas dóricas, ni las jónicas, ni las masónicas —esto será otro día, por aquello de la curiosidad que despierta el tema—, ni sobre pilares o columnas de tradición mariana. Nada de eso. Hoy les quiero hablar de la columna de prensa, y más concretamente de Umbral y de sus columnas. Ya ven ustedes qué antojo tan simple el mío. Pues eso.

Me presentaron un buen día a don Francisco Umbral (que bien ganado se tuvo el don) cuando se disponía a desayunar al aire libre, con varios amigos comunes, suyos y míos, en una terraza de la universidad de verano de El Escorial. Hace de eso un ciento de años; o alguno menos, por no exagerar. Por entonces ya leía yo, y conmigo miles de españoles, sus inefables columnas de prensa.

La columna es una modalidad de hechura periodística muy sugerente, porque establece una ligazón peculiar, especialísima, cómplice casi, entre el escritor —quien representa la voluntad, y la necesidad, de comunicar— y el lector, que cierra el círculo con su rol de receptor del mensaje emitido y desplegado por doquier a modo de abanico de dama acalorada.

La columna de prensa es un instrumento sin destinatario fijo, pero con un acomodo claro y abierto, lo que la convierte en bomba de letras o en caricia y guiño amable, dependiendo de contenidos y formas. La columna es, de este modo, material dúctil, maleable, capaz de contener la ira de las gorgonas o la dulzura sutil de las ninfas del agua.

En el interior de los periódicos, el texto informativo viene a convivir naturalmente con el texto de estilo que expone, cuenta o narra; éste será siempre un vástago con pretensiones literarias, hijo de una pluma que no pretende actualizar informaciones en la oreja del lector, sino asentar opinión y criterio personal. En realidad, bien mirado, la columna es una superficie capaz de reflejar originalidad y vehemencia, opinión propia, imagen y vanidad. Es un negro sobre blanco, como dicen ahora los más repipis del planeta intelectual mediático, donde se aúnan suficiencias y literaturas, estilos y mensajes, textos y contextos. La columna es, por esto mismo, un elemento subjetivo de opinión personal. Y eso, en medio de la presunta objetividad de la noticia, es como isla rara y perdida en mitad del amenazante piélago.

En la columna, escrita indefectiblemente en primera persona gramatical, cabe todo lo que es propio de los firmantes: el humor, el descaro, la provocación, el criterio, incluso la mera opinión desnuda del momento. Lo que no tiene sitio en una simple información o un reportaje, puede hallarlo cómodamente en una columna. Por ello, la columna es una estructura que gusta tanto a los escritores de libros, a los literatos, porque es una forma de hablar desde el yo de lo que a uno le viene en gana, y de hacerlo con brevedad y sin grandes inversiones de tiempo. Tiene, empero, el problema evidente de ser enseguida pasto de pescaderos o carne de cañón para el contenedor de papel a reciclar. La columna de prensa es algo así como un callado grito con firma, un acto literario que vive menos que las mariposas. Pero tampoco importa mucho este asunto; se solventa con la edición de un libro futuro que contenga los trabajos breves del literato que sea. Y así, salvando a los náufragos, preservamos a la vez esas posibles pequeñas joyas literarias que, por breves, no son a veces menos considerables o valiosas.

Estas labores periodísticas han sido ejecutadas, en ocasiones, por firmas sobresalientes en lo literario: desde Clarín y Larra hasta las columnas de los contemporáneos. Javier Marías, Manuel Vicent o Antonio Muñoz Molina están en ello, pasando con gloria por Umbral, maestro reconocido del género.

Francisco Umbral apuntó con mucho tino, en aquel desayuno que compartimos, como digo, con fresco mañanero en una terraza de El Escorial, que el artículo de prensa —se refería a la columna, desde luego— requería de ciertas dotes por parte del firmante; dotes que, por otra parte, son exigibles siempre a cualquier escritor que se precie. Él añadía que los trabajos de prensa vienen muy bien a los autores para rellenar la nevera, y que si encima se disfrutaba escribiéndolos, pues miel sobre hojuelas.

Como escribe Martín Vivaldi, «la columna, en España, siempre ha sido una prueba de periodismo informativo de creación y de libertad de pensamiento». Es una forma de echar fuera ciertos demonios, de hacer saber al mundo que aún sigues vivo, que todavía te importa (aunque sea un comino) la transmisión de tus opiniones a los otros.

La columna puede tratar de lo que a uno le venga en gana al escribirla, y no tiene otro límite distinto al del espacio físico: un par de folios cabales. El lector de una determinada columna acude a ella porque, de no hacerlo, sentirá que ese día le falta algo, incluso que está siendo infiel de alguna manera al escritor titular de la misma, que le aguarda cariacontecido al otro lado del mágico espejo de la letra impresa. Las columnas crean adictos si los merecen. Como puntualizaba Umbral, el que fuera grande de las columnas de España, «Mucha gente me lee, pero nadie me asume. Yo diría que no me asumen, sino que sólo me consumen. Mi columna es un producto más de degustación». Y no podía decir mayor verdad: la columna es artículo perecedero, de corta existencia inicial, un producto de consumo que los bancarios y funcionarios suelen degustar en la cafetería junto con el cruasán y el cafelito de media mañana.

—   ¿Tienes por ahí la prensa, Manolo?

—   Sí, don Luis. Por aquí la he visto hace un momento…

—   Pues trae, oye, a ver qué dice.

 Y Manolo, solícito, echa mano del periódico de la casa y coloca enseguida un ejemplar de ABC, o de El País, o del que sea, a don Luis García, cliente de toda la vida, al lado del café y el bollo de costumbre.

Umbral fue uno de los principales maestros contemporáneos de la columna de prensa, un escritor que gozaba con el género.

En este país nuestro, donde el personal es tan susceptible cuando conviene, el firmante de una columna ha de tener especial miramiento por mantener incólume la respetabilidad hacia terceros, incluso hacia segundos, a la hora de ultimar y entregar sus colaboraciones, porque le ponen a uno una querella en el juzgado por menos que canta un gallo. A Umbral le pusieron varias. Célebres llegaron a ser, entre otras, columnas firmadas —por ejemplo— por Antonio Gala (“La tronera”, en El Mundo), Manuel Hidalgo (“Sabatina sabática”, en El Mundo también), y Maruja Torres (“Perdonen que no me levante”, en El País Semanal).

El año 1961 daba Umbral sus primeras columnas al Diario de León. Su aprendizaje fue rápido y eficaz; dicen que solía pedir que sus trabajos apareciesen en la contraportada, o que fuesen publicados en las páginas de la derecha, porque es a ese lado a donde primero se va la vista de los lectores de periódicos ante un ejemplar abierto. También solicitaba que se encabezase con su fotografía en la parte superior, al lado del título, y que se destacase una frase con tipografía mayor en la zona central del cuerpo de la columna. Se las sabía todas.

Desde 1960, Francisco Umbral vino escribiendo crónicas y columnas de manera sistemática en la prensa española: primero para Diario de León, luego para El Norte de Castilla; y al poco tiempo, consiguió colocar sus trabajos en diversos diarios a través de la mediación de agencias, como Sapisa y Colpisa, a partir de 1972. Fue el primero, o de los primeros, columnistas de El País desde 1976, y tomaron relevancia las que tituló genéricamente “El diario de un snob”, “El spleen de Madrid”, o “Iba yo a comprar el pan”, las tres muy célebres en su día.

Si mis notas son exactas, Umbral se estrenó en El País con una que bautizó como “Los catalanes”, y que salió en dicho periódico el 9 de junio de 1976. Más adelante, entre 1984 y 1988, pasó a la sección semanal, que no era lo mismo para el periódico pero resultaba mejor para él en varios sentidos. Se hicieron célebres las secciones “Mis queridos monstruos” (1984), “Memorias de un hijo del siglo” (1986), o “Los madriles” (1986-88). En 1988 escribió, esta vez en Diario 16, dos columnas que tuvieron muy buena acogida: “Diario con guantes” y “Los iluminados”.

En octubre de 1989, nuestro columnista formó parte del equipo fundador de El Mundo, donde publicó su célebre columna “Los placeres y los días”, que no se interrumpió prácticamente hasta julio de 2007.

Según escribe Anna Caballé, Umbral publicó, entre 1961 y 1969, la friolera de mil doscientos cuarenta y ocho artículos en el suplemento dominical de El Norte de Castilla. Y El País Digital registró un total de cuatro mil seiscientos setenta y un artículos firmados por Francisco Umbral —Francisco Pérez Martínez, en realidad— a lo largo de su trabajo en El País, según dato de Caballé.

El seudónimo literario por el que se le conoció lo venía usando desde que, en 1958, trabajó en la emisora “La Voz de León”. Sin embargo, resulta chocante ver cómo, en 1961, trabajando ya en El Norte de Castilla, vuelve a firmar como Francisco Pérez. Jean-Pierre Castellani dice que «Umbral es en España, sin duda alguna, incluso para sus detractores más agresivos, uno de los mejores, si no el mejor, representante de este columnismo».

En su libro recopilatorio Un ser de lejanías, Umbral reivindicaba su popularidad masiva entre lectores de prensa, y dice: «Me leen diariamente un millón de personas, despliegan el periódico como un pájaro muerto y buscando mi firma, dan conmigo». Por cierto que este libro, Un ser de lejanías, lo recomiendo vivamente desde estas líneas mías de hoy. En su día me pareció brillante, lleno de humanidad y genio. Porque leer a Paco Umbral —lo confieso— siempre me ha parecido mirarme al espejo, hallar en su escritura lo que a veces anhelaba poner en la mía, viveza infinita, nervio, credibilidad. En este libro suyo, lleno de poesía y de mal disimulado intimismo, el autor es el libro. No podría encontrar mejor calificativo ni superior elogio. Léanlo y me darán ustedes la razón.

Voy terminando. Porque si no, escribiré al final un ensayo sobre la columna en vez de mi artículo mensual, que es lo que toca. Y me van a dar las uvas.

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española