Cultura

La fiebre de los demonios

         Mujeres y  ejercicio literario han ido de la mano desde hace siglos. Sin embargo, la presencia de la mujer en instituciones culturales como ateneos y academias fue ciertamente escasa durante la primera mitad del XIX, aunque aumentó algo a partir del emblemático 1868. Los salones literarios constituyen un fenómeno del que todavía quedan cuestiones por investigar y conocer. Estos salones de cultura surgen exclusivamente en medios urbanos de ciudades importantes. En Madrid hubo varios de cierto renombre durante la segunda mitad del XIX. Nobles damas y escritoras formaban reuniones sociales al amparo de la poesía y la narrativa, como sucedió con la condesa de Jaruco o Carolina Coronado, que reunía su salón literario en la céntrica calle madrileña de Alcalá. A estas reuniones acudían políticos e intelectuales, buscadores de fortuna, oficiales del ejército, conocidos bohemios, vividores de vario pelo y escritores provincianos.

      Cecilia Böhl de Faber mantuvo en Sevilla una celebrada tertulia, y Avellaneda hizo lo propio en Cuba. Actividades semejantes llevaron a cabo igualmente Pilar Sinués o la mismísima Emilia Pardo Bazán, mujeres de pluma que, a falta de otros foros de opinión, creaban los suyos propios a fin de dar salida digna a una serie de inquietudes de talante intelectual.

         La condición de la mujer como escritora es asunto del máximo interés. En torno a la mitad del siglo XIX, ninguna mujer podía permitirse el lujo en España de calificarse a sí misma de escritora. Carmen Martín Gaite[1] señala en una de sus obras que la mayoría de las escritoras procedían de ambientes donde imperaba la cultura: eran hijas o hermanas de escritores varones reconocidos, de académicos o profesores, y solían ser féminas leídas y viajeras con algún conocimiento de idiomas extranjeros.

La salmantina Carmen Martín Gaite se ha interesado mucho por el tema de las escritoras decimonónicas

Bram Dijkstra[2] escribe que la debilidad física era considerada como signo de sensibilidad en la mujer; lo cierto es que muchas escritoras se quejan –tanto de palabra como por escrito- de hallarse enfermas de cierto cuidado, como sucede con Gertrudis Gómez de Avellaneda, por ejemplo, quien se lamenta por padecer dolencias de estómago y corazón, así como afecciones nerviosas e histeria, entre otros varios males. Darse a notar por débiles, podía otorgarles cierto encanto intelectual dentro de su círculo de amistades y admiradores. Y a la vez, servía para hacerse perdonar por las de su sexo las veleidades literarias, que algunas comadres achacaban con certeza, y sin ningún género de duda, a fiebres infundidas por los satánicos demonios del averno.

         Sea como fuere, las escritoras del XIX son mujeres que demuestran inquietudes vivas y necesidad de una salida expresiva. Emilia Serrano, por citar un caso curioso, estuvo al parecer vinculada con círculos masónicos e influida por el pensamiento propio de las logias. Las hay que se integran en hermandades ocultistas, filosóficas, espiritistas o al límite de la ley, o que viajan al extranjero a menudo y se impregnan de las esencias de libertad que afloran en el viejo continente; otras llevan una vida inquieta y aventurera, como Sofía Casanova, quien trabajó para ABC, fue cronista de guerra y escribió libros de viajes. Estos casos resultan, evidentemente, muy excepcionales.

         Las escritoras del siglo XIX españolas cultivan el cuento y la novela, y especialmente la poesía; en menor medida la didáctica, el teatro y las memorias. Carmen Simón[3] ha trabajado bien sobre este atractivo asunto. Las relaciones personales y profesionales entre escritoras me parece otra de las facetas interesantes que convendría estudiar con detenimiento, pues campo de investigación se me antoja que no falta.

         Este tipo de mujeres son vistas por la propia sociedad de su entorno como excepciones extrañas, personajes raros, seres excéntricos y casi monstruosos, personas inconformistas poseídas por el prurito febril de los ángeles satánicos. Y da la impresión de que ellas tuvieron que sentirse, de alguna manera, incomprendidas y postergadas: primero por sus colegas varones, y luego por el común de su género. Las escritoras decimonónicas no abundaron, y por eso relucen como figuras aisladas en un desierto glacial de incultura en el que hallaron a la sazón escaso eco y difícil acomodo.

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[1] MARTÍN GAITE, Carmen, Desde la ventana. Enfoque femenino de la literatura española, Madrid, Espasa-Calpe, 1992. [2] DIJKSTRA, Bram, Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, Madrid, Ed. Debate, 1994. [3] SIMÓN PALMER, Mª del Carmen, Escritoras españolas del siglo XIX. Manual bio-bibliográfico, Madrid, Ed. Castalia, 1991.

Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española