Cultura

Los lestrigones

      El frío invernal va dando paso a regañadientes a una incipiente primavera que cubre la ciudad, medio alborotada en el ajetreo de su cotidianidad indispensable. Y es en este tiempo intermedio, precisamente, cuando tiendo a ponerme algo melancólico y pienso en los tiempos idos, que no perdidos, en los días de ímpetu y febrilidad en los que pretendí comerme el mundo. Ahora, les digo la verdad, me conformo con que el mundo no me devore a mí con excesiva ferocidad.

      Desfila el tiempo en mis espejos, sí, claro, no iba a ser yo la excepción entre las criaturas terrenales, aunque confieso que tampoco me parecería mal que así fuera. Y con su pasar vuelven a las mientes los libros leídos, las fantasías hechas lectura y formación, los héroes que antaño dejó uno semienterrados entre las páginas papel cebolla de los libros sacralizados. Vamos, que las antiguas lecturas todavía le llenan a uno de embeleso y le recuerdan, a pesar de los años acumulados entre pecho y espalda, que el viaje a Ítaca fue más real que ensoñado, y que la Odisea vital sigue latiendo en las entretelas del ser y en las arterias del cuerpo.

      Llega la primavera y uno se pone romántico –algo más de lo habitual, se entiende– y decide rehabilitar en un tris las metáforas que se quedaron un día varadas en el remansado piélago del espíritu. ¡Cuántas horas sentí de poesía viva, palpitante, bajo el olivo antiguo del palomar del colegio! Qué tiempos, oiga usted, y qué formidables momentos. Y el caso es que las imágenes de aquellas vivencias, aun siendo en blanco y negro, parecen latir ahora con el arrebato de mis años de juventud. No ha llovido ni nada desde que abrí las ventanas del espíritu a los versos indecibles de mi primer Machado sereno y clásico, o a la voz aventurera del Homero mítico. Desde que mamé los importantes poemas de Cavafis –que me subyugaron, desde luego– o indagué en la entraña misteriosa de los inventos narrados del Verne apasionante.

Odiseo y los lestrigones

      Pasa y traspasa el tiempo, claro que sí, pero nunca se marcha del todo la primavera; siempre reaparece y se asoma impensadamente por un resquicio de nuestras almas ansiosas de novedades. Es la otra Gioconda, la nueva, la del Prado, mucho más fresca y remozada, que nos admira y sorprende al observarnos igualmente con renacida curiosidad desde su enigmática sonrisa cargada de siglos y matices.

      Primavera: misterio de calores batidos con el relente de las noches quietas. Momentos en los que uno piensa en lo afortunado que es, primero por la vida que permanece dentro, por el hálito de existencia que se nota en el pulso tras el esfuerzo. Y luego porque, reconozcámoslo, haber nacido en este viejo continente de nuestros dolores es un inenarrable privilegio, una suerte inmensa que no todos los seres alcanzan, un regalo divino que no siempre valoramos en su justa medida.

      Somos navegantes con privilegios innúmeros, con ventajas importantes. Por eso hemos de administrar bien semejantes dádivas de los hados. Procuremos navegar con talento, como Odiseo, por las rutas menos conflictivas, esquivando acantilados costeros y buscando puertos seguros. Y no perdamos la paciencia, virtud esencial para surcar las aguas de la vida. Odiseo lucho diez años en la guerra de Troya e invirtió otros tantos en regresar a Ítaca, un periplo lleno de colosales obstáculos.

      Algunas de esas tardes perjudicadas de primavera, entre el sol muriente y la nueva anochecida, me pregunto por qué somos tan necios y egoístas los seres humanos. Sería mejor la vida si todos pusiésemos en valor el mismo hecho de existir y algunas virtudes esenciales: la nobleza, por ejemplo, y la generosidad. O eso que en algunos círculos herméticos dan en llamar fraternidad, pero que nadie sabe cómo implementar a la hora de la verdad. Tendríamos una vida más coherente si, en vez de matarnos a trabajar para tener más cosas que nos encadenan y esclavizan, apreciásemos la belleza perdurable y liberadora de ciertos elementos que nos rodean de forma natural y que son gratis, como la sonrisa de un amigo, el color del bosque, la gratitud de una caricia o el encanto del recuerdo.

      No somos felices porque gestamos y damos pie a que aniden, en el seno más recóndito de nuestro ser, los lestrigones que luego se agigantan y se nos comen vivos por las patas –que diría aquel– o nos arrastran hasta la perdición irreparable del naufragio.

      Ya nos dice Homero en La Odisea que los lestrigones antropófagos atacaron a Odiseo y sus compañeros junto a Telépilo de Lamos, devorando a cierto número de ellos y hundiendo sus naves. De eso se trata: de evitar que la civilización que nos hemos dado no consiga hundir nuestro navío antes de finalizar la travesía, y que puedan más las bondades de nuestra mismidad que los gigantes nefandos de la perfidia. Creamos execrables colosos de maldad en nuestro corazón, y así nos va.

      Recuerdo que cuando leí el cervantino Quijote y comprendí la metáfora de los gigantes que asolan y atormentan la mente del manchego hidalgo don Alonso Quijano, enseguida me vinieron a la cabeza los lestrigones de Homero. Quizá porque, en el fondo, todo gigantismo resulta peligroso para el tamaño y esencias del hombre, cuya condición natural –aunque nos empecinemos en lo contrario– es la pequeñez, y ninguna otra.

      Lo cierto es que en esas tardes raras de primavera en las que el sol se nos muere mohíno entre las manos, hemos de pensar en la delicia de las horas idas –idas, no perdidas– y congratularnos por haber sentido pasar los meses y los años como supervivientes de un mar difícil aunque repleto de hechizos y magnos encantamientos.

       Nada como esta naciente primavera para recordar, para pensar en lo que fuimos, recreándonos en ese pasar tan lleno de vivencias, tan preñado de libros, misterios y experiencias. Tan repleto, al fin, de juegos y miradas, de ayeres y nostalgias que nos hacen ser quienes somos de verdad. Porque, en realidad, esos versos de Machado, o de Aleixandre, o de Kavafis, que con afán leía yo de chaval bajo el olivo viejo del palomar de mi colegio, los sigo leyendo ahora, en este momento, mientras contemplo el horizonte plomizo y añoso de la ciudad que me alberga. O mientras tecleo mi ordenador y me fundo con la letra impresa.

       Demos gracias por la vida, por el saber, por la cultura que nos ha sido legada por nuestros deudos con notable tesón; por todos los bienes materiales que administramos en usufructo, que no son menguados por cierto. Por la lluvia, por la calidez del brillante sol de estío, por ese beso que no se nos olvida. Y por los versos inolvidables que conforman el imaginario veraz de nuestro pasado tranquilo. Y que la cosa no se quede en versos de borraja, que diría la escritora Rosa Lencero, una de las mejores plumas de la sobria y señorial Extremadura. Reviven los versos en la tarde primaveral y se escuchan los poetas de nuestra juventud. Con ellos daremos esquinazo a los homéricos lestrigones que, de cuando en cuando, criamos en las tripas.

 

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española