Cultura

Desertores de Dios, de Javier Aguirre

Solvencia, dotes narrativas infrecuentes, sobresaliente sustrato intelectual, o sea, bagaje: porque hay que saber contar para que lo se escribe se lea conforme a lo que se sugiere en la escritura: una narración no es otra cosa que la manera de contar una historia para que adquiera sentido. Noble y difícil empeño si, véase la actualidad, se confunde, con aplauso y recompensa, talento con toco-mocho y sabio con canta-mañanas.

Desertores de Dios, de Javier AguirreEl padre Zaberri, Lorenzo de Nora, don Artemio, el hermano Benigno, Santos Estráviz; desde luego Luis Murillo en la hora santa. Personajes varios: enigmáticos, bien perfilados, a veces nada más que una silueta definida a medias; otros quizás repensados mientras los escribía; paradigmas o matices en la intrahistoria relatada (inconsciente colectivo): novicios, apostólicos, hermanos (casi) todos. Y ello alrededor, y dentro, de la memoria errante: así se mueve lo que se cuenta con pasaporte (auto)biográfico.

El ritmo, sostenido (un logro), sin inflexiones ni perezosas vistas al tendido. La anécdota de la beatificación y el descubrimiento del nombre del padre que pretextan la lectura: tramas perversas, turbias, claustrofóbicas. Precaria y dañina educación sentimental, revelaciones, decepciones, deserciones, los abismos recónditos del misterio que somos, y todo debajo, muy debajo, del pater noster, de los himnos, letanías, gregorianos, templos, altares, pupitres, encerados y los cánones indemostrables. Y la inocencia que Murillo arrastra desde su origen, y el subsiguiente escalofrío de la emoción. Tranca y contención irónica, elegancia estética, depuración en el lenguaje.

El vector tiempo, manejado con puntillo (percepción inmediata de la totalidad en un  instante en el que todo es simultáneo), y que es el hilo que ata y desata ese nudo. Porque esta excelente y decisiva novela es un circuito cerrado que circula en una u otra dirección, modificando lo que antecede y, a su vez, son los antecedentes los que conducen al final. Un historia interminable, reflexionada (verbigracia: el sentido del violín, de la música como cenit), muy dura (más en el contexto que en el argumento); sin duda más próxima para quienes conocemos de primera bofetada y reglazo qué era una congregación lasaliana, la relevante diferencia entre un hermano y un cura, y lo que representaban los jueves por la tarde. Y desde una prosa intensa, muy intensa; un inmersión lúcida dotada de esfuerzo, intimidad y capacidad de sugerencia. Y eso, hoy más que ayer y menos que mañana, es una muy grata y bienvenida noticia.

Resonancias y conexiones permanentes, trasladadas con esa especial sensibilidad para captar y describir (el autor, de amplio y notable recorrido intelectual, puede presumir del nerudiano confieso que he vivido) un mundo cerrado, denso, hipócrita, cruel, pero, por supuesto, humano, esencialmente humano. Destaca la verosimilitud en la descripción y el relato meticuloso, brillante, de lo acontecido, posponiendo solemnidades categóricas y relegando revisiones anti-históricas.

Diálogos construidos para intercalar y proponer el trasfondo ideológico, su complejidad y extensa vigencia. Literatura, o sea: transmitir desde la palabra incardinada, sea en frases sea en párrafos, el sentido y sinsentido de una historia; que estructura y significado se amolden a la complejidad vital del ir y venir de los personajes, del argumento, porque la función de la ficción es tratar de ser testigo de todo esto.  Literatura, es el raro caso de esta magnífica novela.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.