Cultura

El fin de los días

      Mi bisabuelo Sixto solía decir que los hombres mueren varias veces a lo largo de sus vidas. Mi madre, por lo visto, se lo oyó decir a media voz alguna de esas tardes primaverales en las que la tristura invade los espacios y la melancolía congela de pronto el aliento templado de las estancias. Y yo también lo digo, pues no faltaría más. Y lo digo porque mi bisabuelo era hombre de pocas aunque ilustradas sentencias. Si decía algo, lo que fuera, era porque tenía sus razones. Yo las tengo igual que las tuvo mi ancestro, y pienso contárselas a ustedes. Bueno, no todas quizá, pero sí algunas. Las de más enjundia, me las guardo con el permiso del respetable en el tabernáculo del pecho a modo de secretos de vida.

      Lo que sí les voy a contar, a cambio, es lo que siento ahora mismo, a mis cincuenta y demasiados años de haber vivido apenas sin enterarme, igual que les sucede a buena parte de los seres humanos. De las personas humanas, como dice la señora Engracia, mi portera, y hasta escriben y recalcan –reiterando neciamente- algunos otros grandes ignorantes de la lengua española; que haberlos, haylos, y empaquetados por docenas, como los huevos de corral o las magdalenas artesanas.

      Me pillan hoy, lo confieso, con la guardia baja, con esa urgencia tan rara y especial de explayarme, de sincerarme a manos llenas, de abrir de par en par las ventanas de mi trastienda para defenestrar intimidades. Vamos, que me pillan confesor y necesitado, y con vocación de participarles algunas cosas importantes para mí. Que lo sean a la vez para ustedes, es problema que no me atañe; allá penas si empatizan o no con mis cuitas y consternaciones.

     Para empezar, anotaré que estoy convencido de que estamos llegando al fin de los días. Sí, sí, el fin del mundo. ¡A ver si no! De hecho, ha llegado ya. Porque el fin del mundo es algo que sucede constantemente, sin solución de continuidad, desde que Dios tuvo la indecible ocurrencia de formar al hombre a su imagen y semejanza durante esa funesta sexta jornada de la creación del universo. Dios no se equivoca –eso lo sabemos todos desde que fuimos al parvulario de la escuela-, así que no me queda otra sino pensar que el Creador estaba de guasa ese día e hizo al hombre para troncharse de la risa con él. Tal debió ser la risión que le dio al Serenísimo al verlo terminado, que optó por darle enseguida una compañera de aventuras para ver qué idioteces hacían juntos y así desternillarse en condiciones con los dos.

     Divino y craso error. Como rezan los textos sagrados, con la descendencia de Adán y Eva llegaron también al mundo la envidia, la maldad y la violencia. Luego vino todo lo demás. Y si no lo ven claro, pregunten ustedes al pobre Abel, a ver qué les dice de Caín.

     Desde la creación mismamente, a partir del instante en que el hombre toma conciencia de ser quien es, el fin del mundo inicia su lento pero constante periplo. O sea, que ya estamos en pleno fin del mundo, vaya. Pero aun con eso y todo, no conviene que cunda el pánico; no, para qué, si a fin de cuentas es peor correr. El fin de los días está en marcha, y se concreta en la propia vida de cada uno. Yo por ejemplo, he muerto varias veces, como sentenciaba mi bisabuelo Sixto, que en gloria esté. He pasado, pues, por varios fines de mis días. Y es verdad, no voy a negarlo: he muerto varias veces, y la primera fue –creo- cuando vine al mundo, con lo bien que me encontraba yo en el seno de mi madre, tan calentito y sin estorbos. Una lástima.

     La segunda muerte me vino al percatarme de que el mundo no era de los niños, sino de los adultos, con lo poco pragmático que resulta eso. Aquel día lo pasé mal, ya lo creo. Se me cayó el mundo encima de forma casi literal. Recuerdo la jornada difusamente, pero sé que me aconteció esa muerte en torno a los doce años. Luego tuve otra importante que recuerdo con nitidez, pero esa es secreto de sumario, perdonen ustedes.

     Con el tiempo, uno se va percatando de que tiene menos viveza. Normal, los años pesan porque pesan las muertes parciales que uno va acarreando a la espalda. Y hablando de muertes, no me dirán que las desapariciones totales de padres, parentela y amigos no te matan algo el alma. Pues también contribuyen lo suyo, naturalmente. El fin de los días de los otros es un paso más hacia nuestro personal fin del mundo.

El fin de los tiempos y el héroe

     El caso es que, con tanta pequeña muerte (ah, y no demos al tema tintes eróticos, por favor, como harían los simpáticos franceses con su petit mort), uno se queda, tras cumplir la cincuentena, convencido de que la vida es un soplo, cuatro días mal contados, un polvo apenas en el derrame sin fin del devenir universal.

     Llegados a este punto, y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid –porque pasar, pasa-, quizá convenga explicar esto del polvo. Por pedagogía, más que nada, y porque el fin de los días supone, además, el final de cualquier otra cosa. También de los polvos.

    Veamos: eso de echar un polvo viene de la costumbre que tenían siglos atrás buena parte de los varones españoles, especialmente los sevillanos, de retirarse a una habitación contigua al comedor tras acabar el almuerzo para esnifar rapé, que se fabricaba en dicha ciudad sureña. Con el tiempo, en esas sesiones donde solía hablarse de política y se conspiraba con tanta desvergüenza como hábito, se pasó al parloteo acerca de damas cortesanas y señoras de nalga fácil y dudosa reputación, razón por la que esta frase hecha tomó poco a poco un cariz bien distinto y otros sentidos más torticeros. De hecho, como demuestra el romántico Espronceda –ese, sí, el extremeño de los diez cañones por banda-, la expresión se usaba entonces con muy vario sentido. Dice el poeta en un canto A la mujer: «Si te quieres casar te comprometes / a pasar una vida de dolores; / nada, sigue mi plan, échala un polvo / y después, si pecaste, ego te absolvo».

     Endecasílabos perfectos y humor a flor de piel. Pues eso. Hecha la caridad pedagógica, vuelvo al meollo de lo mío: el fin de los días. Otra de mis muertes –vaya si lo fue, y a lo grande- la viví a los treinta y dos años, cuando una enfermedad seria de las que eufemísticamente denominan largas, por fortuna superada, me salió al camino para cambiar mis planes. Mal trago aquel; pero malo, malo. Y en ese lance, un servidor se echó al coleto una de las muertes más terribles y pesadas que se puedan imaginar. Luego hubieron de venir otras dolorosas: la muerte de la madre, el desengaño con algún amigo de boquilla –especie muy abundosa en la península-, pequeñeces y miserias a tutiplén de quien menos te las esperas, el adiós triste a mi padre, y un sinfín de otras expiraciones que conlleva la existencia; la mía y la de cualquiera.

     Una vez, no hace mucho, se me murió la utopía, y al poco la fraternidad de algunos, sustentada en columnas de lodos blandos, y me di cuenta de que las palabras son fáciles de pronunciar cuando están vacías de contenido. ¿Igualdad, fraternidad? Qué sabrán algunos de estas materias tan especiales… Los templos que se construyen sin la prudente solidez, no soportan el azote de las tormentas. En fin, más muertes parciales en mi vida. Y la lista sigue creciendo.

     Siempre he dicho que uno se muere del todo cuando nadie se acuerda de ti. Donado Gaseri también dijo algo parecido. Y Merkley, y Ross, y Hübber. Y hasta mi primo Pedro creo que lo piensa, y mi cuñado Antonio, aunque no lo digan. En esto, ya ven, no soy muy original que digamos, y tampoco me duelen prendas en comulgar con ciertas pequeñas mayorías sin que sirva de precedente.

     Con tanta muerte como llevo a la espalda, los lectores entenderán que uno ya tenga natural hartura de duelos y funerales. Mi bisabuelo tenía más razón que un santo: el hombre muere varias veces a lo largo de su vida; y después, como alivio, se muere uno completamente. Ya no entro en valoraciones referentes a la trascendencia del ser; digo que no entro porque considero el asunto como tema de fe. Nadie ha vuelto a decirnos cómo es el otro lado. O si han vuelto, no han sabido expresarse con la suficiente claridad, que viene a ser como no regresar; viaje baldío. A mí, óigame, no me valen los espíritus dubitativos. Si alguien regresa del otro mundo, que lo haga sin traumas y se explique. Nos haría un favor a muchos, a mí entre ellos. Vaya que sí.

     A esta edad mía, con un body que empieza a chirriar de forma extraña y al que empiezo a no identificar como propio, asumo que a las muertes parciales hay que ponerles buena cara, como al mal tiempo, y pasar un poquito del fenómeno tratando de no envejecer dos años en dos meses por el disgusto. Soponcios, los justos.

     El fin del mundo –del mundo de cada uno- está a la vuelta de la esquina. No hay que darle vueltas, y esconderse tampoco sirve. Barro somos del alfar divino. Es lo que hay.

 

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española