Cultura

Filosofando, que es gerundio

La filosofía se puede y se debe aplicar en la vida cotidiana, sobre todo porque esa es la única vida que tenemos. Nos levantamos por la mañana y, tras el aseo y el desayuno, somos y actuamos como se nos ha impuesto. Nos pensamos y llamamos seres libres, pero en realidad no lo somos apenas fuera de nuestros límites mentales, pues nuestra vida gira en torno al contrato social que encadena nuestro cuerpo a las actividades prácticas. Cumplimos con la obligación laboral y actuamos en sociedad como lo que somos, miembros de un grupo humano organizado; hormigas en un hormiguero. Así que la filosofía ha de servirnos para que esa vida normal que llevamos, rutinaria siempre, cargante a menudo por la reiteración de nuestros actos, no se nos coma por los pies. La filosofía ha de ser para el común de los mortales un método salvífico más que un método erudito. Esa filosofía de la que hablo es, en buena medida, hija legítima de la otra Filosofía con mayúscula, más próxima a la clásica disciplina académica por la que algunos hemos pasado durante cursos enteros en nuestra época de estudiantes.

La filosofía ha de formar parte del vivir de la calle

La filosofía ha de formar parte del vivir de la calle

Resulta muy tentador tratar este asunto porque estar en el mundo requiere una filosofía del vivir, es decir, un modo de convivir con los demás. Y la Filosofía, desde la más remota antigüedad, ha pretendido ser, justamente, un sistema complejo que permita al hombre explicar el mundo y las cosas del mundo. Y por ende, explicarse a sí mismo antes de nada. Por ello nos podemos preguntar con toda legitimidad qué otra disciplina existe, en esencia, más práctica que la Filosofía. Es obvio que ninguna. Sucede, sin embargo, que la evolución de los primitivos sistemas filosóficos dieron como resultado una progresiva teorización e intelectualización de los mismos; lo práctico en Filosofía se fue trocando en complejidad sutil una vez que el hombre creyó saber quién era y se fue separando de la práctica filosófica, arrumbándola sin miramientos en la montonera de las disciplinas académicas.

El mito inicia la senda del pensamiento presocrático, que dio paso con el  tiempo a las diversas escuelas —pitagóricos, mecanicistas, sofistas, socráticos, platónicos, aristotélicos, estoicos, epicúreos, escépticos, neoplatónicos y así un largo etcétera que se nos haría interminable—. Llegaron después, en la Edad Media, los pensadores cristianos con San Agustín a la cabeza, cuyo sistema de pensamiento se convirtió con el tiempo en guía moral de Occidente. Y la escolástica luego, y los místicos, y la escuela de Oxford con Tomás de York, y Santo Tomás de Aquino, y así sucesivamente. Da la sensación de que con Nicolás de Cusa se empieza a entrar, sin prisa pero de manera irreversible, en la etapa moderna del método filosófico, tiempo de Renacimiento en el que se revisan viejos sistemas de pensamiento para rehacerlos y actualizarlos.

En la modernidad, y tras el encantamiento de las teorías grecolatinas resucitadas, llegan también los misterios del ocultismo, la teosofía de los protestantes alumbrados y los que podríamos bautizar como fundadores de la física moderna —Kepler, Galileo, Newton, Boyle—. Aparece un nuevo concepto del hombre y del Estado y llegan las doctrinas de Maquiavelo y de Bodino, de Tomás Moro y Campanela. Resuenan otras voces al ritmo de las nuevas maneras de estar en el mundo, de ser actual, pero el hombre, que siempre está renovando sus planos del saber, hace que Descartes provoque en su momento una verdadera revolución conceptual con sus interpretaciones, otorgando a la duda el privilegio de ser considerada como el punto de partida de todo saber humano. Spinoza, Leibniz, Hobbes, Locke, Hume, Kant y su idealismo crítico, la revuelta intelectual de Schelling, la singularidad de Hegel, el pesimismo de Schopenhauer, el materialismo revolucionario y dialéctico de Engels y Marx; todos ellos han contribuido a que nosotros, cada uno en su punto personal de formación y personalidad, tengamos —o podamos tenerlo si nos esforzamos— eso que se da en llamar criterio.

El criterio viene definido como la norma para conocer la verdad, y estamos convencidos de que cualquier persona medianamente formada puede organizarse mentalmente gracias a su criterio, a su manera de comprender la verdad de sí mismo y de lo que le rodea. Gracias al criterio, que a fin de cuentas no es sino un método de observación y reflexión individual, uno es capaz de analizarse en profundidad y de entender cómo es y lo que piensa; y por supuesto, de observar el mundo en derredor y sacar conclusiones al respecto.

Fabricar una filosofía de vida a raíz de la Filosofía tradicional no es, ni mucho menos, una locura. Todo lo contrario: es necesario forjarse un criterio firme de análisis, recorrer un camino íntimo de reflexión que nos lleve a la verdad de nosotros mismos, de lo que somos en lo más hondo, de cuál es nuestro sitio en el mundo, en la sociedad, en el laberinto de la existencia. Los principios solo nacen en la inteligencia de las personas cuando éstas han realizado un serio recorrido por su senda de reflexión con cierto criterio, con un método práctico, con una norma de análisis de la vida y la circunstancia. Esencialmente somos eso: vida y circunstancia, latido y duda. Todo lo demás viene luego, y es aprendido y aprehendido, nace de lo más hondo de cada individuo y toma forma como un ente generado por una meditada y prolongada introversión. El hombre se mira hacia dentro para poder conocerse hacia fuera en su relación con los demás. Es necesario construirse hacia dentro al tiempo que se van consolidando las fachadas exteriores.

Muchas veces no sabemos comprender qué relación puede tener la Filosofía y sus complejos sistemas con esa otra filosofía de vida, de andar por casa. Y sin embargo estamos hablando, en el fondo, de la misma cosa. Si nuestro discurso tuviese como destinatario un lector completamente profano, diríamos con llaneza que la Filosofía grande, la que escribimos con mayúscula por considerarla una disciplina, se inventó para dar luz y respuestas a las esenciales interrogantes del hombre. Con el paso de los siglos, el ser humano se ha vuelto soberbio, técnico, ha inventado la velocidad y la ciencia, ha creído ser el dueño de la vida, de la acción y del universo, aunque en puridad solo ha logrado unas maneras de vivir deshumanizadas, una civilización engreída llena de vanas obligaciones que lo encadenan cada día en mayor medida. Apenas quedan hombres que se pregunten de forma pública quiénes son y cuál es su papel en el mundo. Y los que lo hacen desde la Filosofía, no tienen otra meta que hallar las respuestas que ya buscaban antaño los filósofos del Medioevo. Y es que el hombre, aun aprendiendo cada día, aun hallando alguna respuesta útil para sí y para los demás, parece incapaz de llegar a conocerse bien, tal y como soñaban hacer algunos filósofos indagadores del ser. Un ejemplo lo tenemos en Spinoza, que tanto se ocupó de la metafísica del conocimiento, del estudio empírico de la sustancia, de la esencia de Dios, de la identidad, de los afectos y los sentimientos.

Filosofar no es sino meditar acerca de nuestras esencias e identidades. Hagámoslo sin miedo, asomados a las atalayas diferentes y propias desde las que divisamos el horizonte personal de nuestras vidas. No queda otra si anhelamos descubrir la naturaleza del ser que nos inunda el espíritu.

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española