Sociopolítica

Mientras leo un periódico

Confieso que no soy una persona de esas a las que llaman disimuladas.

Una de mis más desarrolladas aficiones es la de sentarme en un banco en cualquier parque y observar a la gente mientras camina. Otra, no menos perfeccionada que la anterior, la de cuando voy a un bar, mientras me tomo una cerveza fijarme en el resto de clientes. Cada uno a la suya, unos se percatan de que los miro, pero en una fracción de segundo continúan con sus cosas, con sus charlas. Con sus silencios.

En el barrio de Alcalá de Henares en el que ahora vivo he tomado la costumbre de acudir al mismo barecito de siempre para tomar café al medio día, desayunar los fines de semana, y disfrutar de una buena caña con su tapita por las tardes.

Fue en este bar donde comencé a ver a Manuel (éste no es su nombre, pero lo uso para evitar malos entendidos). Siempre estaba solo, apoyado en la barra, tomando alguna bebida con coca cola. No hablaba con nadie, le gustaba salir a fumarse su cigarrito entre copa y copa. Pero nunca llegué a verlo falto de serenidad, ni tampoco con señas de haber descuidado en demasía su aspecto. Algunos días, casi la mayoría, yo voy mucho más desaliñado.

A medida que nos íbamos viendo en el bar, nuestros cruces por la calle se iban haciendo, no más frecuentes, porque supongo que siempre nos habríamos cruzado, pero sí más presentes. Parece que cuando una cara te es familiar, comienzas a verla en más sitios, y lo que realmente pasa es que al sonarte, te fijas en ella, ni más ni menos. Pues dio la casualidad de que éramos, y somos, vecinos. Portal con portal. En la misma calle.

La primera vez que nos cruzamos caminando, nuestras miradas hicieron lo mismo, y yo que como buen pueblerino tengo la afición de saludar a quien me mira, hice lo propio. Buenas tardes. Buenas tardes, contestó. Y proseguimos nuestro camino.
Así fueron pasando las semanas, cruces de miradas, saludos, cruces por la calle. Pero nada más. Ni una palabra, ni una conversación.

Hasta esta mañana.

A las nueve y media me he despertado, harto ya de estar en la cama. Es curioso cómo entre semana pagarías por un par de horas más de sueño, pero cómo al llegar el fin de semana se te abre el ojo a las nueve y tienes que forcejear contra ti mismo para aguantar un poquito más. El caso es que me he levantado y me he dicho “voy a tomarme un mollete y un café con leche mientras leo el periódico”. Y así lo he hecho. He bajado al bar de la esquina, me he sentado en una mesa, y la atenta y simpática camarera, que curiosamente me ha visto menos que muchos regentes de algunos bares a los que suelo ir pero que es con creces más simpática, me ha servido lo que le he pedido.

Así llevaba media hora o tres cuartos, más o menos, leyendo sobre la actualidad, cuando de pronto una mano se ha posado sobre mi hombro. ¿Quién era? Manuel. Cuánto tiempo, me ha dicho. Déjame que te invite yo, que hoy es mi cumpleaños. Todos los días no cumple uno cincuenta y dos años. ¿Cómo te llamabas, que no me acuerdo? Me llamo Chema. Yo Manuel. Y nos hemos estrechado la mano. Pues lo dicho, déjame invitarte. Y yo, como buen caballero, he aceptado su invitación. Ha ido al lugar de la barra en el que suele sentarse, se ha pedido su coca cola, supongo que rebajada con algo, y yo he seguido con mi lectura.

Confieso que de vez en cuando miraba por el rabillo del ojo para ver a Manuel. Y allí estaba, sentado en la barra, solo, sin hablar con nadie. He apurado mi café y he ido a saludarlo. Felicidades Manuel, y muchas gracias por la invitación. Se ha levantado de su taburete y me ha dado un fuerte abrazo. Que nos tomemos algo más en el siguiente, me ha dicho. ¿Por qué esperar al año que viene? Nos veremos antes, le contesto. Cuídate mucho Manuel. Y me he marchado.

De camino a casa he sentido que tenía que escribir sobre esto, sobre las personas que, al igual que yo, viven solas. Porque está claro que Manuel vive solo. No me lo ha dicho, pero eso se ve. Yo cumplo veintisiete el mes que viene, y por supuesto que iré a ese bar para invitar a Manuel, pero él tiene cincuenta y dos. Y la soledad, conforme van pasando los años, no debe ser nada agradable, sobre todo en los momentos en que uno no la busca. Yo escribo, participo en foros, estoy siempre de allá para acá, tengo a mi gente, en sus lugares, eso es cierto, pero nunca me falta nadie a quien ir a visitar. No sé si ese será el caso de Manuel, y pongo por testigo que sin duda me informaré, y si está en mi mano, haré lo posible porque, al menos cuando lo vea en ese bar, ese hombre pueda hablar con alguien. Quizás hasta le enseñe a chatear, le haga una cuenta en Facebook si no tiene, para que pueda conocer a alguien interesante.

O quizás todo sean suposiciones de una mente peculiar como la mía, que ve las cosas como quiere, y quizás Manuel esté en el fondo hasta los cojones de la vida que lleva en su casa, y por eso busque ir en soledad al bar a tomarse una copia de algo con coca cola.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.