Sociopolítica

Lucubraciones político-sociales

Las modas actúan cual torrenteras salvajes y arrastran a los medios que se ceban en sus torbellinos noticiables. EREs, ébola y Pujol se alternan con cierta fascinación, tanta que  incluso produce tedio. Siguiendo estas pautas, iba a escribir sobre el expresidente catalán; sobre la pregonada denuncia contra el banco donde trabaja “garganta profunda”, tópico diseñado en el caso Watergate. Sin embargo, esa historia debe desenredarse a través de un sumario judicial, no periodístico.

En este país se otea un futuro tan inquietante que el pretérito, aunque esté anegado de corrupción, debe importarnos lo justo. Sin despreciar cualquier medida quirúrgica que cauterice los desmanes atesorados en cuatro décadas, hemos de dirigir nuestro interés y esfuerzo hacia aquello que nos espera. Por tal motivo, viene a colación aquella pregunta prerrevolucionaria que se hizo Lenin a principio del siglo XX: ¿Qué hacer? Aventurar una respuesta satisfactoria y probable resulta bastante complejo, no solo por el objeto sino, y sobre todo, por quien debe llevarlo a buen término: el pueblo.

Pablo Iglesias

Pablo Iglesias

La plebe rusa por aquellas fechas padecía, esencialmente, una crisis social. El sistema zarista -anclado en épocas remotas- abrió abismos irreconciliables en la estructura nacional. Mientras una élite aristocrática vivía rodeada de lujos, la gran mayoría penaba una miseria atroz. Lenin apeló al populismo cuyos primeros balbuceos había formulado Marx y que años después proporcionarían cuerpo doctrinal Habermas y otros sociólogos contemporáneos.

Bajo el auspicio de un modelo teórico, Lenin supo inculcar al individuo la absoluta necesidad de practicar un centralismo democrático. Combinando centralismo y democracia se potencia la disciplina consciente, se admite el sacrificio de la libertad para conseguir la máxima eficacia. Sus rasgos vertebrales son: libertad de crítica y autocrítica dentro del partido; subordinación de las minorías a la mayoría y las decisiones de los órganos superiores son vinculantes a los inferiores. La realidad termina por imponer un totalitarismo tiránico. Ya ocurrió con el leninismo, peronismo, castrismo y chavismo, entre otros.

Habermas, no obstante, basándose en la “razón instrumental” de Adorno -como contrapunto a los abusos de la “razón dominadora”- dedujo la “acción comunicativa” del hombre. Esta senda de intercambio le llevó a enunciar su “democracia deliberativa”, convertida en un instrumento complementario de nuestra democracia representativa. Aquella adopta un proceso colectivo para tomar decisiones políticas. Esta utiliza una razón economicista; es decir, un empeño de bienestar personal. Por diversas razones, Habermas prefiere una concepción republicana en lugar de un proyecto liberal. ¿En qué instante de ellas se inicia la divergencia? ¿Dónde la convergencia?

España, esa seca y malquerida piel de toro, se encuentra en un momento crucial. Sometida a una profunda crisis general, necesita con urgencia un tratamiento de choque. La putrefacción del sistema agrava en mayor medida la enfermedad multiorgánica e institucional. Al escollo de los síntomas, se añade el proceder insolidario, dogmático, lamentable, del ciudadano español. Analfabetismo político, dejadez e intolerancia constituyen un eje en torno al cual gira todo impedimento. Fundamentamos culpas en políticos y medios, pero pretendemos ignorar a quienes conformamos la porción de corresponsables por apatía e inoperancia.

Entre los defectos que arrastramos, destaca el individualismo, la falta de conciencia social. Alejamiento y beligerancia eternizan la división insensata e insuperable de amplios, a la vez que representativos, sectores sociales. Tal constancia dificulta, si no reprime, restaurar la auténtica soberanía popular. Nos dejamos arrastrar por filias o fobias generalmente irreflexivas. Observamos con desagrado, asimismo, que al español de a pie le mueven las palabras en perjuicio de los hechos. Pocos países de nuestro entorno incurren en el mismo error, producto del dogmatismo e incultura. Toleramos sin ninguna objeción los desafueros achacables a nuestros elegidos pero castigamos con rigor aquellos fallos que perpetra el adversario.

Tamaño absurdo lleva al individuo a decidir su voto por despecho. Poco o nada importan programas, compromisos ni ofrecimientos. Al fin, caben únicamente sentimientos preconcebidos sin que se dedique un segundo al análisis y subsiguiente coherencia. Pese a las prospecciones electorales y efectos que ofrecen sucesivas encuestas del CIS, no oteo ninguna fractura en el bipartidismo. El suelo electoral del PP y PSOE es propicio para lograr un bipartidismo alternante, con matices. Se revitalizaría el sistema de alternancia pacífica que concluyó infaustamente en la Segunda República.

No nos gustan las viejas fórmulas políticas. Nos consume la corrupción, el desenfreno y la injusticia. Nos harta la impunidad prepotente, casi lasciva. No obstante, nos inquieta lo nuevo, lo desconocido, que provoca inseguridad a nuestro débil individualismo. Dudo que Podemos sea alternativa real. Por lo dicho y por otros motivos que iré desmenuzando la próxima semana.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.