Cultura

El abogado del diablo

Como mis lectores habituales no desconocen, se denomina abogado del diablo —en latín advocatus diaboli— al fiscal que se encargaba de comprobar la veracidad de las pruebas presentadas en los procesos de canonización de la Iglesia. Desde los años ochenta del pasado siglo, esta figura recibe el apelativo más suave de promotor iustitiae.

El caso es que hoy, tras la publicación el 7 de enero de mi artículo «De libros y librerías» en el magazine cultural El Librepensador, he de hacer de abogado del diablo respondiendo así al reto afectuoso que me lanzó mi buen amigo Óscar Racero a través de uno de sus amables comentarios.

En realidad, visto como él lo ve, no le falta razón en ciertas cosas. Señalaba en su nota, sobre todo, que el sector del libro está saturado, y que eran pocas las personas que podían comprar y leer un libro cada semana. O cada dos incluso, agrego yo ahora. Y a continuación añadía números estadísticos frescos (del mes de abril), procedentes del Ministerio de Cultura. Según esas cifras, la media diaria de edición de libros —ojo, recalcamos lo de diaria porque se nos antoja un dato que abruma un poco—, asciende a 245 nuevas entregas. Dicho de otra forma, el año pasado se publicaron por lo menos 80.000 nuevos títulos, con un total abultadísimo de ejemplares. Eso sí, en estas cifras entran también los libros de texto y las ediciones de libros electrónicos. Pero aún así, hemos de reconocer que hay burbuja, sin duda; no inmobiliaria en este caso, sino editorial. Por otro lado, los volúmenes de facturación de 2013 en las más de 4.300 librerías independientes censadas en nuestro país, superó los 701 millones de euros, cifra que no parece desdeñable a priori a pesar de haber descendido un 10,7 por ciento respecto a la facturación del año precedente.

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Nos podemos preguntar si existe una burbuja editorial en España

Es verdad que andamos inmersos en una crisis notable, pero decíamos que esa crisis es más de valores que meramente económica, y eso lo seguimos manteniendo, porque los valores sociales y morales se han asociado siempre al proceso de aprendizaje y a la adquisición de cultura, y el libro era instrumento preferente y herramienta utilísima en el camino educacional de los individuos.

Ahora, en cambio, esto no funciona de igual forma. Todo va más y más deprisa; el caso es correr sin saber para qué ni hacia dónde. Las sociedades avanzadas se tecnifican en exceso y neciamente, sin criterio, y cambian las formas sociales de contemplar la vida y el entorno; se modifican los juicios de padres y educadores y se tornan muy otros objetivos que hasta hace poco se creían inamovibles. Nos parece, y nos tememos, que ya no se educa en el valor individual del esfuerzo ni en la gratificación personal de la lectura, sino en el de la inmediatez y en la ley de la rentabilidad o del mínimo esfuerzo. Copiar y pegar, que se dice, vamos. Y con estos mimbres, mal se puede confeccionar un cesto que sirva para algo.

No es de extrañar, con estos panoramas, que descienda el número de lectores, especialmente entre infantes y jóvenes.

Aún así, ya vemos que se publica mucho en España y en distintos formatos. Ascienden progresivamente las cifras de las ediciones digitales y van en descenso, en cambio, las que utilizan el soporte de papel tradicional.

Quizá la clave del problema no esté en plantear a palo seco si se lee más o menos que antes o si se compran o venden más ejemplares, sino en trazar los perfiles de otras cuestiones de fondo acerca de la lectura y de la edición, rol que —dicho sea de paso— ha cambiado mucho en pocas décadas y que juega un importante papel a la hora de analizar los valores de lo que se publica. Que esa es otra.

Habría que hablar, por ejemplo, de la formación de los lectores, y decir sin tapujos, aunque suene desagradable, que si hoy se lee menos en España es porque el lector medio está peor formado en disciplinas humanísticas que el de hace dos o tres generaciones.

Eso por un lado. Luego, como secuela consecuente, está el asunto de la comprensión textual: hay lectores potenciales, jóvenes sobre todo, que no alcanzan a entender lo que están leyendo y optan por abandonar el libro sustituyéndolo por un videojuego, invento muy lucrativo para unas pocas empresas que suele dañar más que beneficiar al usuario. Y volvemos otra vez a la falta grave —peligrosa y palmaria— de una cultura general que antes se tenía, incluso aunque no se tuviesen estudios superiores de ningún tipo. Ahora no. Y lo peor es que ese lector fallido siente el mismo deseo de opinar sobre las cosas de su tiempo que otro lector adecuadamente formado. De ahí que se escriban y publiquen muchas más necedades, y muchas más obras impresentables o mediocres que años atrás.

Bajan las cualidades comprensivas de los lectores y desciende no poco la calidad en ciertos autores y textos.

Dado que la tarea selectiva del honesto y buen editor de antaño es algo que ya no existe ni por asomo, y la autocrítica responsable tampoco parece estar de moda, resulta que ahora publica un libro en España hasta Perico Mocoso. Quizá por eso se editen tantos títulos al año en este país. Y anda, vaya usted a decirle a ese presunto autor que se lo piense dos veces y no publique su novela en beneficio de la cultura. Si lo insinúas siquiera, te ponen de vuelta y media, te llaman pedante y te dicen de todo menos bonito.

Lo cierto es que, con esa pérdida de valores de la que hablábamos antes, ha degenerado el respeto a la cultura, y por ende a todo lo que envuelve los ámbitos culturales, incluida la letra impresa, eso que algunos modernos dan en llamar el negro sobre blanco.

Hace apenas unos días leí un interesante artículo de Carlos Rehermann titulado “Lecturas inútiles”, del que extraigo un pequeño párrafo que no tiene desperdicio:

«Esa discusión sobre el sentido de leer y si da igual leer buenos libros que malos libros, parece ser cada día más pertinente, ya que la industria editorial es cada vez más prolífica, de manera que se producen millones de títulos de mala calidad que son ampliamente consumidos. Uno se pregunta si la lectura de esos libros horribles —es decir, horriblemente mal escritos—no será malo para el futuro de los buenos libros. Quizá se trata de una pregunta que no se puede contestar. En todo caso, antes de empezar a elaborar una respuesta, convendría saber para qué sirve leer».

Pero en esta cuestión apasionante ya no pretendemos entrar ahora. Valga por hoy con estas breves reflexiones que un servidor, abogado del diablo por un día, les acaba de plantear.

Y ahora vayan ustedes a su estudio, o al salón, y desempolven ese libro que dejaron a medio leer. Inténtenlo de nuevo. A lo mejor, a la segunda va la vencida. O si no, vaya usted al cine —otro sector en crisis perenne—, o mejor de paseo, que su colesterol y sus triglicéridos le agradecerán el ejercicio. Porque oiga, digo yo que no todo va a ser lectura y libros en esta vida, qué caramba.

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española