Cultura

La casa de los gatos

Al importe que a Manuel le debía el tendero, por el capazo de 5 kg de alcaparras, debía restarle el valor de la cena para dos que Manuel le había pedido. Y, saldada la diferencia, Manuel salió de la tienda en dirección a casa de Ana, cuando en la calle caía una lluvia menuda.

gatos

Foto: Pixabay

Con la puerta encajada, Manuel entró y se llevó el primer susto. Seis de los ocho gatos que habitaban la casa maullaban desaforadamente. Y rígido como un palo, Manuel desvió la mirada hacia la habitación de su amiga, que mantuvo posada durante unos instantes. Tiempo suficiente para que terribles imágenes pasaran por su mente; fue un susto que absorbió los dulces recuerdos del camino, mientras los gatos no dejaban de correr y saltar. Prietas las mandíbulas, Manuel respiraba con dificultad el aire de angustia… Hasta que roto el éxtasis, gritó el nombre de “Ana”. Al principio, no sabía adónde ir ni qué hacer; por fin, al entender que todas las premisas le llevaban a idéntica conclusión, echó a correr (escoltado siempre por los gatos), hasta hallarse en la habitación de su amiga, que lo llenó asombro.

Decía “Ana, Ana, Ana”. Y cayó de rodillas, con los codos contra el colchón de la cama, mientras con las manos se cubría los ojos -llenos de lágrimas todavía-. Así pasó parte de la noche. Con una dolorosa y larga letanía entre dientes.

Por la ventana de la sala del velatorio asomaba ya el primer resplandor del día, y podían verse las lágrimas de Manuel garabateando su rostro. Fue entonces cuando le vino a la mente el recuerdo de la última conversación que Ana y él habían mantenido días antes.

***
La tarde era ya noche. Sin llamar, Manuel empuja la puerta. Como siempre. En tanto avanza hacia el patio, pisando un suelo sucio de orines de gato.

– ¿Quién vive?- gritó Manuel en broma, como siempre.

-¡Ya voy, ya voy! –responde Ana.

-Me da que mi presencia en esta casa alegra bien poco a la dueña.

-¡Qué hombre este! -responde Ana, levantando los brazos-. ¿Pero qué dices? ¡Si sólo vivo pensando siempre en ti. ¡Ay, Señor! Pero acordarme… pues claro que me acuerdo. Aún siendo un golfante de mucho cuidado. ¡Ay, Manuel, Manuel!

-Bueno, y ahora cuéntame. Qué hay de esa extraña historia que según Murciano te trae a maltraer.

-Poco importa eso ahora. Tú estás conmigo y ya me vale… Ay, Manuel. ¡Llevo la muerte en la cara! Mira… ¿o acaso no se me nota?

-¡Hombre! ¡Por fin salió esa banda de asesinos que te quema la sangre!

-Ellos tienen razón -insistió Ana, clavando los ojos en el suelo.

-¡Poca vergüenza es lo que tienen!

-Dicen que soy una vieja, y es verdad; rondo ya los noventa, Manuel. Y si dicen que estoy loca… no creas… no creas que andan muy allá.-Ana hace una corta pausa y prosigue.-Además ¿quién, cuando yo me muera, me amortajará? ¿Te lo imaginas, Manuel mío? Piénsatelo y luego me dices qué has sacado en claro de todo esto.

-Vamos… No te pongas estupenda.

-¡Pero es que yo no quiero morirme todavía, leche!

Fue la frase con la que se selló la conversación. Ahora no, pero en mejores tiempos, cuando aún corría sangre caliente por las venas de Ana, los dos se llevaban horas y horas charlando juntos, mientras comían del mismo pan…Todo era entonces más divertido. Solo que aquella visita se produjo justo en la antevíspera del día de Todos los Santos o, lo que es lo mismo, cuarenta y dos horas después de que aquella banda de ladronzuelos sin escrúpulos asaltase su casa por cuarta vez.

Fue una agresión semejante a las ejecutadas en otras ocasiones, solo que ésta acabó con la vida de Ana.

Su cuerpo no soportó ya semejante rosario de escarnio. Murió de desesperación. O de rabia. O acaso de soledad y de dolor. Es igual. Murió, cansada de todo lo sufrido. Harta de vivir aquella doliente existencia suya, tan vacía de vida como colmada de dolor. Y lo más triste fue que no quería morirse todavía.

La táctica empleada por los niñatos ese día, en nada fue diferente a la empleada en otras ocasiones. Desde lo alto de la tapia del corral, lanzaban bombas en forma de coplas carnavalescas, que acababan explosionando en los oídos de Ana. Mientras los gatos, con semejante jolgorio y los malos vientos de guerra que corrían, maullaban de aquí para allá, pasillo adelante y atrás, nerviosos, llenos los ojos de un furor salvaje, como animales hambrientos encerrados. Dando saltos descomunales.

Fuera de sí, Ana arrastraba un cuerpo como hecho enteramente de plomo, mientras los niños (¿niños aquellos diablos?) se partían el pecho gritando aquello de “¡De hoy no pasa! ¡Te mataremos, vieja gruñona!”. Con el miedo metido en el cuerpo, lo primero que hizo fue atrancar puertas y cerrar ventanas, asegurándose de que, sobre todo las entradas a la casa, se hallaran fuertemente reforzadas. Faena que llevó a cabo entre grititos de indefensión y suspiros de desaliento, en tanto oía el barullo de voces que se producía en el corral, así como las ráfagas de risas que aventaban aquella partida de vándalos. Cansada de ir de aquí para allá, exhausta, ronca, nerviosa, seca la boca y casi asfixiada, acabó refugiándose entre sus gatos.

***
Nacida la luz, Ana aguarda a alguien que no acaba de llegar. Situación que le hiela el cuerpo y alma; el frío de fines de diciembre se suma a las heladas miradas de la gente que pasa a su lado. Por lo que empezó a notar un dolor seco en el estómago, que acabó en lágrimas (la tierra se bebe las lágrimas con un placer infinito).

Pasan las horas. Con desmayos de sangre en el horizonte y el color sepia pintado en los ojos de la tarde, por fin asoma por la esquina una siniestra y destartalada furgoneta, cargada de baratijas, furgoneta que se para enfrente mismo de donde está Ana.

… Y dile que es urgente. Que de momento se olvide de las alcaparras y que venga enseguida en mi busca. Corre y dísele así”.

El hombre menea la cabeza y, acelerando el motor, sale carretera arriba, envuelta la tartana en una densa nube de humo y polvo.

***
Manuel se incorpora. Saca un cigarrillo, que enciende mientras se dirige al corral, donde busca un pico y una pala. Con la rabia claramente reflejada en la cara. Continúa lloviznando. Tres gatos, sentados en sus propios rabos, siguen -ojos acuosos- cada movimiento que Manuel hace cada vez que saca tierra del hoyo (oblongo y de poco más de un metro de profundidad).

Con un puñado de flores, que previamente ha cortado de una maceta, hace un bello ramo y se vuelve a la habitación de la difunta. Abre el guardarropas y, de entre los pocos vestidos que hay, elige el mejor. Y reprimiendo lágrimas sin parar, consigue amortajarla. Toma a Ana en sus brazos, cruza el patio adoquinado y la deposita en la tumba recién abierta. La cubre luego con tierra hasta formar un túmulo y, depositando el ramo de flores, se aparta de allí. Intenta hace arder una cerilla pero, por mor de la humedad, no lo consigue. Entra en la casa y comienza a sacar trastos hasta conseguir suficiente madera como para hacer una hoguera. Colchones, mesas, ropa, sillas… A lo que prende fuego. Y esta vez sí que lo consigue.

Ya en pleno campo, se detiene un instante. Gira la cabeza y observa cómo las llamas van acabando con la casucha. Y con todo. Visto lo cual, reanuda la marcha, aunque girando la cabeza. Solo que lo que vio esta última mirada en nada le parecía fuego, y sí la imagen de Ana, silueteada de humo, que acabó perdiéndose en el blancor del firmamento. Fue cuando Manuel dijo-: Adiós, madre. Adiós.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.