Cultura

Nexo entre dos artes

 

            En esta vida moderna tan atosigada, rápida, veloz, que no deberíamos calificar por cierto de civilizada ni de razonable, estamos acostumbrados a realizar de forma inadecuada ciertos actos cotidianos que son importantes por sí mismos y cuya trascendencia en nuestras vidas ignoramos o, lo que es peor, preferimos eludir de nuestro pensamiento inmediato. Uno de estos actos es la lectura.

            Leer -y me refiero a leer bien- no me parece tarea fácil, igual que no lo es tampoco el hecho mismo de la escritura creativa. En ambos casos nos hallaríamos frente a unos trances peculiares del intelecto humano que requieren un mínimo y adecuado aprendizaje.

            El escritor es la fuente primaria y esencial de donde brota la palabra. Él, como todo creador, tiene en sus manos la materia prima con la que inventar y conformar la idea. La obra literaria será, pues, la culminación del trabajo creativo; y el libro, el definitivo soporte donde se recoge y ampara el arte de la palabra. 

Leyendo aprendemos a ser mejores 

  

          Leer -que procede etimológicamente del latín légere, coger- no debe consistir sólo en pasar los ojos deprisa y corriendo por las líneas de un texto en prosa o por los versos de un poema. La lectura ha de llevar implícito un proceso de comprensión y asimilación que resulta impensable sin que medie el sosiego. Como dice Jean Guitton en su libro Le travail intellectuel, “la lectura cursiva, rápida, con los ojos y sin articular, es un invento moderno. La costumbre de leer sólo con los ojos, tan bien acomodada a la prosa, nos hace insensibles a la poesía e incluso a ese número que es la poesía presente en la prosa”. Para leer bien -añadiría yo con toda modestia- hay que volcarse en el texto, saborearlo sin agobios, encontrar sentido a cada frase y saber, en definitiva, rescatar, coger de su entraña todo lo que éste nos brinda. Un buen lector ha de tener sensibilidad a flor de piel ante lo bello y ser consciente de que leer no es un acto mecánico, sino todo un arte que requiere concentración y calma. Es muy improbable que un lector de metro o autobús, que va pendiente de mil y una cuestiones al mismo tiempo, consiga asimilar correctamente un párrafo de un libro mientras viaja o recorre un trayecto. Quizá, si es listo y se habitúa, consiga enterarse a lo sumo de lo que lee, y no siempre; pero de ahí a lograr que dicho fragmento deje el poso natural en su intelecto, va un abismo.

            Hay que saber leer para que agrade la lectura, y uno de los enemigos actuales de la cultura –y por ende también del proceso de la lectura- está en las prisas. No se puede leer a toda máquina; sólo se asimila lo que se posa, lo que deja huella honda, lo que se cuece al sol de la verdadera formación.

           Cuantas veces se me ha preguntado qué mecanismo es el que impulsa a la persona a leer, yo siempre he respondido lo mismo: tal mecanismo consiste al principio en un incentivo bien orientado por parte de quien educa en relación al educando; y ese incentivo se desarrolla en la práctica por medio de un correcto engarce o ensamblaje entre el buen consejo bibliográfico y el adecuado método de lectura y asimilación. Tan importante resulta leer buena literatura como saber captarla de forma idónea. ¿De qué le vale a uno -me pregunto- pasar los ojos con rapidez por las páginas de La metamorfosis, si a la vez no se para a meditar acerca del sentido que la célebre novela de Kafka guarda celosamente en la trastienda del inquietante argumento del que es protagonista y víctima Gregorio Samsa? ¿O de qué nos sirve haber leído El Criticón si nos quedamos en la superficie del texto y no ahondamos en la singular alegoría vital que recorre la epidermis de esta novela? ¿Acaso Andrenio y Critilo no encarnan simbólicamente dos facies apasionantes del ser humano? Esas cosas sólo se ven y se entienden por vía de la reflexión, y la prisa es mala consejera para cavilar. No basta con pasar los ojos por el negro sobre blanco como una exhalación. Ni siquiera es suficiente entender los argumentos o intuir la metáfora o el símbolo, sino que para asimilar de verdad la novela es preciso ver, tras la palabra del autor y la mera anécdota narrativa, la visión filosófica de Gracián y su peculiar universo. Leer no consiste en hojear, ni en arrastrar la vista por las líneas de un párrafo; la lectura nos hará más grandes, libres y educados, más serenos y ejemplares, si respetamos las formas y los modos y somos conscientes de que leer es un arte que demanda concentración y bonanza.

            Tampoco es buena la sed de lectura. Hay que saber elegir los libros, los autores, según la edad y formación de cada lector, y darse un tiempo prudencial para digerir sin daño cada una de las obras que hayamos leído recientemente.

            Tengamos en cuenta que no es mejor lector el que más abarca, sino el que menos desperdicia. Tampoco me atrevería yo a decir que es bueno leer cualquier cosa, sino que la selección de textos ha de ser el paso previo para la formación de un lector, en especial cuando hablamos de lectores jóvenes.

            El libro en nuestras manos se convierte así en un nexo entre dos artes bien distintas aunque convergentes, la del sembrador y la del cosechador, la del escritor y la del lector, dos polos de un mismo eje que terminan por fusionarse  en el espacio común de la palabra.

 

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española