Cultura

La poética de Juan Ramón Jiménez

Analizar la importancia que tuvo en Juan Ramón el concepto de amor es algo así como adentrarse en el análisis de una gota de agua sumida en el interior de un vaso repleto de líquido elemento. Tarea difícil, sin duda, aunque de singular interés por lo que de reto conlleva.

Juan Ramón Jiménez vive a través de sus poemas; a través del temblor o la emoción que son capaces de producir sus versos introvertidos en las manos de cualquier enamorado de la existencia. Juan Ramón vive –y nos hace revivir a sus lectores– por medio de la palabra enamorada.

Juan Ramón Jiménez, premio Nóbel

El amor en Juan Ramón es esencial para comprender su mundo

Es verdad que Juan Ramón Jiménez (Moguer, Huelva, 1881- San Juan de Puerto Rico, 1958) tuvo siempre sed de belleza, anhelo de conocimiento, pasión de eternidad. Y en cada uno de estos tres conceptos hallamos una misma base sustentadora: el amor. El amor fue la meta de su vida, el horizonte de su esperanza, la clave de la desnudez estilística en su etapa intelectual (1916-1936). El poeta buscó esencialmente dos cosas: comprender el amor y sentirlo en el aire de sus poemas, y entender el motivo último de su existencia humana a través del filtro especial de la lírica. Su poética fue la de un escritor curtido entre la pasión y la razón, exquisito, sutil, renovador y vital, original en sus maneras elegantes y siempre intelijente[1] en su expresión intelectual.

Quienes más y mejor le conocieron, dan testimonio de su honda sed de hallarse a sí mismo, de encontrarse y fundirse con el sentimiento del amor. Mas no buscaba un amor pasional o inculto. Fue hombre discreto, de quereres silenciosos, de febriles deseos y tormentos interiores; un poeta encastillado en su mismo sueño inteligente, un niño grande que tenía miedo a ser uno más en el piélago de los incomprendidos.

En 1912, el mismo año en que Antonio Machado iba a perder a su jovencísima esposa Leonor Izquierdo por culpa de una violenta hemotisis, Juan Ramón conocería en Madrid a Zenobia Camprubí, la que sería compañera inseparable hasta la muerte. Zenobia regresó aquel mismo año, acompañada de su madre, de un viaje por los Estados Unidos. Al llegar a Madrid, ambas se instalaron en el número dieciocho del paseo de la Castellana, cerca –por tanto– de la Residencia de Estudiantes, lugar apacible que el poeta evocará años más tarde en su hermoso libro de prosa La colina de los chopos. Pues bien, Juan Ramón se casó con Zenobia el 2 de marzo de 1916, jueves para más señas. Y desde entonces, al margen de las disputas naturales en toda pareja, parece que supieron quererse de admirable manera. A ello contribuyó en gran medida el carácter tolerante y agradable de Zenobia, y su habitual condescendencia para con los pequeños caprichos de su esposo, quien vivía por costumbre más tiempo fuera que dentro de este mundo de miserias y esclavitudes mundanas.

Pero Zenobia, aun siendo bien querida por el poeta de Moguer, tuvo sin duda una rival de mucho fuste. Porque el sentimiento amoroso más sublime de Juan Ramón no fue para ella, sino para la Poesía, con mayúscula. «Yo tengo escondida en mi casa, por su gusto y el mío, a la Poesía. Y nuestra relación es –añadía el poeta– la de los apasionados».

Han existido muy pocos escritores que representen como él al creador entregado en cuerpo y alma a su vocación literaria. Lo demás no importaba. Amaba el poema porque, posiblemente, no fuese capaz de amar con idéntica intensidad y pureza a otro ser humano. Juan Ramón parece volcar su sed de belleza y ternura en los versos que conforman sus libros sucesivos. La figura de la amada aparece en ellos de un modo ideal, como si una luz inteligentemente bella fuese capaz de invadir el interior transfigurado de la persona evocada. Juan Ramón ama sobre el papel mientras escribe. Ama con pasión intelectual, se enamora en cada palabra, en el conteo de las sílabas, en el ritmo de los sucesivos versos. Nos hallamos ante una fecunda y a veces dolorosa creación, humana siempre.

De sus palabras, colegimos lo especial de sus esencias personales. «No creo, en ningún caso, en un arte para la mayoría», dice Juan Ramón en 1922. Y es natural. En su concepción de la poesía, no cabe sino la entrega personal enmarcada por la sencillez formal a ultranza, como sucede por ejemplo en Diario de poeta y mar, de 1917. Por cierto que este libro fue considerado siempre por nuestro vate onubense como el mejor de su producción literaria.

Juan Ramón vive el amor a través de la palabra hecha verso y del verso hecho poema. Se vuelca, se da a sí mismo en el texto poético. Y se da cuenta, no sin cierto dolor, de que no debe pretender la comprensión de sus semejantes, ocupados en las cosas viles del vivir a pie de calle. Se percata de que no le es lícito buscar el aplauso y la aceptación. De ahí que se dé por satisfecho sintiendo el alma de sus palabras hechas carne de poema.

El amor tiene un importante, pero angosto, espacio poético en el conjunto de la obra juanramoniana. Porque el suyo fue un amor esencial y nada estéril, un amor incomprendido que inundó al hombre y al poeta al mismo tiempo. Los conceptos de amor y de poesía –que en el fondo resultan fácilmente identificables entre sí las más de las veces– conviven en el poeta como «la expresión de un goce exaltado de lo bello», tal y como afirman con tino Lázaro y Tusón en uno de sus textos didácticos más conocidos.

Y como telón de fondo en la representación literaria de este amor suyo sincero y dolorido, amargo a veces y añorado siempre, la melancolía se alza de la tierra como la bruma en un amanecer silencioso y quieto plagado de espinosos rosales en flor. Ama el poeta sobre el papel mientras escribe. Ama vital y generosamente. Se ofrece, se inmola, se vuelca en la persona amada sincerándose con ella por medio de la palabra justa de sus poemas.

Me he convertido a tu cariño puro / como un ateo a Dios. / ¿Lo otro, qué vale?

Estos versos, dedicados a Zenobia, están contenidos en un poema de Monumento del amor (1916), libro anterior a Diario de un poeta recién casado, y que se halla a caballo entre su época sensitiva (1900-1916) y su fase intelectual (1916-1936) o de poesía desnuda. Estío, de 1915, será el libro puente hacia su nueva forma expresiva, caracterizada sobre todo —desde el punto de vista métrico— por la vuelta al octosílabo de sus primeros libros.

El amor en Juan Ramón Jiménez no se reduce a un concepto meramente teórico, sino que trasciende el propio hecho creativo y artístico para convertirse en algo latente, vivo, fresco, veraz. En definitiva, un amor que supera la esencia de la palabra y se refugia con angustia en el ámbito de lo arcano.

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  1. Como es bien sabido, el poeta no seguía en sus escritos algunas normas ortográficas. Así, por ejemplo, empleaba la letra j en lugar de la g cuando ésta tiene el mismo valor fonético (en lugar de escribir elegía, por ejemplo, escribía elejía). Esta actitud no es un mero capricho del autor, sino que se enmarca dentro de una corriente de opinión iconoclasta que tuvo diversos partidarios en Hispanoamérica [en Venezuela, Andrés Bello; y en Perú, González de Prada, entre otros] que abogaba por la simplificación de la ortografía y de sus reglas. Opiniones similares se mantienen aún vigentes en algunos autores actuales. Se puede recordar la polémica desatada por el Nobel Gabriel García Márquez en el Congreso de la Lengua Española de Zacatecas, México, en 1997. En su discurso llegó a decir: «Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna». Debemos reconocer que lo que en Juan Ramón tuvo sentido, en otros autores actuales no lo tiene tanto, pues la ruptura con la ortodoxia ortográfica no pasa de ser en ciertos escritores mero esnobismo anacrónico o, en el mejor de los casos, inocente adhesión a la extravagancia creativa por simple afán de notoriedad.

Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española