Cultura

Trabajadores del intelecto

En términos generales, se considera que los intelectuales, las personas que trabajan con la mente más que con las manos, los creadores, los escritores y ensayistas, los universitarios que no dejan de serlo al terminar estudios superiores y viven de alguna manera ligados a la universidad durante buena parte de sus vidas, ven la sociedad y hasta la vida misma de manera distinta al común de los mortales. En cierta forma es verdad, porque el intelectual posee más capacidad objetiva que otras personas menos cultivadas en el proceso de comprensión de los conceptos teóricos derivados de las ciencias humanas, pero no es cierto si lo miramos desde insanas perspectivas.

Nos da la sensación de que en este país, y en otros muchos de nuestro entorno cultural, el trabajo intelectual está mal visto; o cuando menos, no se halla valorado en su justa medida. Desde la calle, parece como si se viese al trabajador intelectual como un cuentista que vive mejor que los demás gracias a sus títulos y diplomas.

Ortega y Gasset en un fotografía tomada por la prensa en los años 20.

Ortega y Gasset en un fotografía tomada por la prensa en los años 20.

No hay que despreciar al intelectual por considerarlo miembro de una estirpe privilegiada o de una clase elitista muy alejada de la vida acelerada del ciudadano medio. Esa visión del intelectual enclaustrado en su torre de marfil es decimonónica y en absoluto real a día de hoy. Los intelectuales y filósofos que han llegado a las élites de la ciencia o del pensamiento, no solo abordan el estudio de extraños conceptos teóricos que de poco sirven en principio a la gente normal; también aplican esos conceptos al vivir cotidiano de la inmensa mayoría.

Ortega y Gasset y su discípulo Julián Marías, por ejemplo, fueron intelectuales públicos que permanecieron atentos al mundo y a la sociedad, y mantuvieron siempre una posición de independencia que les honra. Ambos, desde sus respectivas trayectorias, supieron analizar la situación de la España de su tiempo y fueron capaces de colaborar en el bienestar de la nación. Yo coincidí con don Julián Marías en dos o tres simposios y cursos, la última vez en El Escorial, hace ya muchos años, y puedo dar fe de su sana preocupación por acercar el pensamiento filosófico al común de los mortales. No fue nunca un filósofo encastillado, sino más bien un ciudadano comprometido y lúcido que colaboró a mejorar el país con las valiosas armas del intelecto.

Jaime de Salas decía en un artículo de ABC, publicado el 16 de diciembre de 2005, que «los dos, Marías y Ortega, coinciden en buscar una comprensión de la vida cotidiana desde la metafísica. Logran que a través de sus páginas el lector llegue a comprender mejor su mundo y a sí mismo». Los dos unieron su interés por la metafísica —es decir, por el conocimiento último de las esencias del ser en cuanto tal— con la capacidad de observar en derredor, comprender la vida y regenerarla en lo posible. Fueron auténticos trabajadores del intelecto.

El conflicto surge cuando algunas veces pedimos al intelectual que baje a nuestro nivel y en cambio nosotros no hacemos absolutamente nada para elevar el propio listón un poco. De ahí nace quizá un cierto rechazo enrabietado y pueril contra la postura del ilustrado, del erudito, del universitario que se gana la vida con la cabeza en lugar de hacerlo con las manos. A mí me parece muy bien solicitar sencillez al que nos supera en nivel académico o intelectivo, de modo que podamos entenderle mejor y asimilar sus conocimientos si nos interesan, pero me parece una tamaña barbaridad —digna solamente de sociedades o personas de pobre mentalidad— pretender que el intelectual no se comporte como lo que es, una persona preparada que aporta con su trabajo lo que antes la sociedad le ha dado: una notable cultura. Cultura a través de sus teorías, de sus pensamientos, de sus investigaciones y libros. Habría que preguntarse para qué forma intelectuales una sociedad, con el dineral que cuesta eso, si luego los ningunea. O peor aún, si considera la erudición como una forma de soberbia. Lo humanístico, lo mismo que el resto de las ciencias y disciplinas, no constituye ningún reducto idóneo exclusivo para intelectuales, universitarios o pensadores; vale para todos, por supuesto que sí, pero esa adaptación a la mayoría es preciso hacerla con talento, sabiduría y prudencia.

No veamos pues al intelectual como un ser de otro mundo, o como gente rara que poco tiene que ver con la vida cotidiana del ciudadano de a pie. El que se gana el pan con su cabeza es también un trabajador, naturalmente que sí. Calibremos lo que le cuesta a un erudito el llegar a serlo. Pensemos en los sacrificios que ha de hacer a lo largo del camino, que no son pocos. Algunas personas no paran de estudiar y de investigar hasta que les llega la jubilación. No quitemos méritos al que de verdad los tiene. Seamos positivos y contemplemos al intelectual con la admiración que merece. Aprendamos de él y con él a fin de hacer mayor y mejor nuestra compleja sociedad de consumo.

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española