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Las otras catedrales

Leyendo a Rushdie hace unos días, llamó nuestra atención una frase categórica del escritor británico, que decía: «Todas las ideas, incluso las sagradas, deben adaptarse a las nuevas realidades». Y enseguida encadené el sentido de dicha frase con la necesidad que se observa en la Masonería española de recuperar su sitio en el ámbito social. Eso, claro, si damos por hecho que una vez lo tuvo, cuestión esencial que tampoco tenemos clara en absoluto. Porque no es lo mismo desempeñar una función más o menos transitoria en determinada sociedad que gozar de un sitio reconocido y prestigiado en su seno. Son cosas bien distintas, y sería muy positivo reflexionar sin subjetividades ni apasionamientos acerca de si, a causa de las circunstancias históricas que han aquejado a España desde el siglo XVIII en adelante, la Masonería no ha sido solo —guste o no— una institución sin enraizar y con un papel histórico meramente coyuntural en el devenir complejo de los aconteceres patrios.

Si comparamos el afianzamiento social y el crédito de los que goza la Masonería en otras sociedades europeas o americanas con el que se ha dado y se sigue dando en este país, nos percatamos de que en España, debido quizá al azaroso acaecer histórico, no ha tenido la fraternidad muchas ocasiones de echar raíces con la debida fortaleza.

Las nuevas catedrales han de ubicarse en el espíritu de los hombres

A lo mejor, lo que la Masonería necesita no es recuperar sitio alguno, sino buscarse uno que esté libre a día de hoy, ubicarse en él y empezar a ensancharse sin prisa a base de trabajar con la coherencia que su propia historia y tradición le vienen demandando. Los iniciados han de conocer la historia real de la Orden donde son recibidos, y ésta ha de dirigir sus esfuerzos en aras a conseguir una renovación integral del hombre, tanto hacia dentro de sí —la construcción del templo interior— como hacia fuera.

Se nos hace evidente que esta añeja asociación —y sobre todo las innúmeras ramas y obediencias de la llamada Masonería liberal española— está pretendiendo adaptarse a los nuevos tiempos que corren, ambiciona modernizarse, conquistar a una parte de la juventud para renovar sus filas, y busca un acercamiento a la calle, aunque hasta el momento no parece que haya conseguido resultados halagüeños en este sentido, según nos confiesa un veterano dirigente; quizá, intuimos, porque no se trata de huir hacia delante con la rémora de inercias caducas, ideas fracasadas y notorio desespero, sino de saber hacia dónde se desea caminar y en qué dirección se debe avanzar. Es lógico y necesario conocer primero la historia objetiva —la historia auténtica, científica— de la Orden, y estudiar su evolución como hermandad iniciática, para comprender qué senda es la idónea y por dónde, en cambio, no conviene pisar ni de puntillas.

Buscar un sitio sí, pero con exquisitez y talento, dejando atrás aquellas arcaicas filias políticas explícitas de cuando la República española —tiempos de Maricastaña, donde los afanes políticos infectaron las esencias masónicas—, y borrando del imaginario masónico las fobias legendarias, y bien documentadas por cierto, contra la religión y el clero. Respeto, sobre todo respeto y nuevas visiones del país y de sus gentes.

La Masonería de hoy no puede ser ni parecida a la que fue hace un siglo, pero sus esencias humanísticas, su índole metafísica, se debe conservar con celo y escrúpulo.

Renovarse sí, también, pero con sentido responsable de la historia y respeto a la tradición interna. Piénsese en la importancia de este último aspecto: las tradiciones del templo. Estamos hablando de una muy especial corporación en la que las personas son escogidas con mimo y cedazo fino, seleccionadas sin prisa, iniciadas luego a través de rituales específicos y contempladas, al menos en teoría, desde la fraternidad de trato. No es un club, ni un sindicato, ni un partido, ni siquiera un ateneo; la Masonería es, o debería ser, una manera de vivir y de contemplar al semejante, una forma de afrontar la vida cotidiana con inteligencia, sosiego, dignidad y alegría. Pero sobre todo, un incentivo para que cada miembro levante con destreza sus andamiajes morales y construya su templo interior, su estructura espiritual, sabiendo que tiene detrás el apoyo del grupo, de la logia, de sus hermanos. Eso suena bien, desde luego, pero somos humanos y la teoría se queda a veces en eso, en teoría.

La Masonería es una fraternidad por encima de cualquier otra cosa, y eso ha de notarse de verdad en el fomento del humanismo y en el reforzamiento del hombre como ser irrepetible y trascendente.

Educar y consolidar, con el mazo y el cincel de la cultura y la enseñanza fraterna, el espíritu del iniciado: esa es la clave, eso es lo que la juventud vería realmente novedoso y diferenciador en esta institución sumida en la neblina de los tiempos.

Los masones ya no construyen catedrales de piedra y luz, es cierto, pero a cambio han de ser capaces de levantar templos interiores en el espíritu de sus iniciados. Esa es la verdadera obra pendiente.

Bueno sería que esta institución, tan respetada en algunos países por su trayectoria, discreción y modo de obrar, encontrase hueco en el tejido social español y trabajase con paciencia, desde sus muchos y distintos ritos, modos y maneras, en pro del mejoramiento del hombre y del ciudadano, en la forja de personas formadas, sensibles, honradas y bondadosas. Porque la bondad, dicho sea de paso, es el germen de las más dignas realizaciones humanas. De esta forma, la Masonería podría ser útil a la sociedad de donde viene y a la que siempre dice servir, contribuyendo a la consolidación de una España futura donde impere la paz, el progreso y la concordia.

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Sobre el autor

Ricardo Serna

- Doctor en Patrimonio
- Licenciado en Filosofía y Letras [Historia]
- Máster en Historia de la Masonería en España
- Diplomado en Estudios Avanzados de Literatura Española