Cultura

El asesinato de los Romanov

 

“Los abusos te convierten en un superviviente de por vida”.

James Rhodes. Instrumental

 

Esta mañana, al despertar, recordé un tiempo de mi adolescencia que tenía olvidado. Tal vez el recuerdo haya sido evocado durante el sueño. Los sueños suelen revelar al inconsciente. En medio de un caleidoscopio de imágenes borrosas e inconexas apareció ese adolescente de trece años con el pelo revuelto y los zapatos sucios que todas las tardes montaba en bicicleta.

Sentí que tenía que escribir este recuerdo. Escribir me resulta necesario para dar un orden a nuestros recuerdos y para tratar de entender qué importancia tienen los signos que se ocultan en las historias de nuestras vidas.

¿Por qué de pronto aparece un recuerdo y no otro? ¿Por qué aparece ahora y no había aparecido antes? ¿Qué relación tiene con mi historia actual?

Muchas veces me he preguntado qué sucedería si algún día el adulto que soy ahora se encontrara con el niño que fui en esa época, concretamente, en 1982. ¿El niño sería capaz de reconocer al adulto? ¿Alcanzaría a reconocer esa parte que el tiempo nunca llegó a alterar o se pasaría de largo, como si yo mismo fuera un extraño?

Me sorprende pensar en lo que nos convertimos con el paso de los años.

Ese mismo año regresé a la ciudad de México, después de haber pasado seis años en una ciudad de provincias. Mi madre alquiló una casa en un barrio residencial del poniente de la ciudad y me matriculó en una escuela a la que asistían los hijos de las familias adineradas. «La mejor escuela es la que está cerca», solía decir mi madre, y esta escuela me quedaba a diez minutos a pie.

Desde el primer día me costó trabajo encajar con los demás alumnos.

Por las tardes mi vecino y yo, en nuestras bicicletas, vendíamos panqués que mi madre cocinaba para vender. Tocábamos de puerta en puerta y no era raro que, en algunas de las casas donde llamábamos vivieran algunos de mis compañeros de clase. Trabajar a esa edad no estaba bien visto por ellos. Cuando vendíamos todo nos juntábamos con algunos adolescentes del rumbo que se sentían tan desubicados como nosotros. Me gusta pensar que habíamos formado una pequeña pandilla, aunque no pensábamos en ella como tal, con la que solíamos reunirnos a hablar y, ocasionalmente, a fumar los cigarrillos que algunos de los miembros robaban a sus padres. Cuando digo que éramos todos unos desubicados, me refiero a que todos teníamos algún problema en casa que nos impedía ser normales. Aunque la normalidad no exista. El líder de la pandilla era curiosamente el más bajito de nosotros. Su padre era millonario mujeriego y excéntrico que no le ponía la menor atención a su hijo. Algunas veces fumábamos dentro de un descapotable rojo que su padre tenía aparcado en una casa muy grande que por desidia nunca había terminado de construir. No bebíamos alcohol, todavía no probábamos sus mieles. Nuestra diversión más atrevida consistía en gritar desde las bicicletas groserías a los jóvenes más grandes que conducían sus automóviles deportivos y ser perseguidos por ellos.

La mayoría de los demás alumnos de mi clase se conocía desde hacía tiempo. Sus fines de semana eran muy diferentes a los míos. Organizaban fiestas con las chicas de la clase o viajaban con sus padres a los sitios donde se reunía la crème de la crème capitalina, donde esquiaban en agua y se invitaban unos a las casas de los otros, ya que sus padres solían ser amigos o socios. Ellos ya bebían alcohol y fumaban sin tener que esconderse de sus padres, como nosotros.

 

Recuerdo con nitidez a algunos de esos jóvenes engreídos. Paul Williams —que en realidad se llamaba Pablo Williams, pero le decían Williams porque era hijo o nieto de un inglés—, era un chico alto, rubio y fornido, de trece años. Había otro, al que llamaré Russel al que ya le salía barba y era muy cotizado entre las chicas —algunas tardes yo solía ponerme vainilla en la cara porque alguien me dijo que así me saldría más rápido la barba—. También recuerdo a un chico de sangre muy pesada, a este vamos a llamarlo Angulo, que era muy amigo de El Lince y de El Holandés. Muchos de ellos hoy ocupan cargos importantes en empresas y alguno de ellos en el deporte. Recuerdo que un día Angulo les dijo a los demás chicos que, mientras que sus padres viajaban a Colorado se metió por la noche al cuarto de servicio y obligó a la empleada doméstica a levantarse la blusa y quitarse el sostén para lamerle los pezones. Pero al cabo de algunos minutos se quedó dormido y ella tuvo que llevarlo a su cuarto. Cuando fui a contar esa historia a la pandilla el grupo se dividió entre los que pensaron que Angulo lo había inventado y los que creían que sí lo había hecho.

Aunque entre ellos se llamaban por su nombre, se dirigían a mí por mi apellido. De manera que yo era, simplemente, «Hernández». «Hernández por aquí, Hernández por allá», decían cuando querían pedirme algo o burlarse de mí. No tardé en darme cuenta de que, en el interior de esos niños ricos, había unos adolescentes crueles y bárbaros.

En la escuela yo era callado y taciturno y no sabía cómo relacionarme con los demás, la timidez siempre fue un problema para mí y, de alguna manera aunque en menor medida, lo sigue siendo. Y la timidez no es bien vista por algunas personas.

Pero muy pronto supe que no era yo el único con el que se ensañaban. Había otro chico que desde hacía muchos años era objeto de su perversidad. A este chico de pelo oscuro y largo, con la nariz grande y la cara afilada, repleta de acné, también lo llamaban por su apellido: «Elizarraraz».

Llamarnos por nuestros apellidos era su forma de marcar una distancia entre nosotros y ellos, que se llamaban por su nombre.

El primer día de clases nos ejecutaron con «el tubo» y lo repitieron en varias ocasiones a lo largo de todo el año. Dicha práctica se llevaba a cabo durante el receso y consistía en cogernos de pies y manos, entre varios alumnos y llevarnos hasta el lugar del patio donde estaba el asta bandera. Una vez ahí, los que sujetaban nuestros pies los abrían y nos daban varios azotes contra el tubo en los testículos. Luego nos dejaban tirados sobre el piso de hormigón revolcándonos de dolor y se marchaban entre gritos y carcajadas.

Pero el tubo no era la única manera que tenían para divertirse con nosotros. Había algunas maneras más arquetípicas e inocentes. Por ejemplo, humedecer bolitas de papel con saliva y arrojárnoslas con los tubos de los bolígrafos como cerbatanas de indios amazónicos. Durante la clase nos pasábamos las manos por las nucas para quitarnos esas bolitas húmedas y para sobarnos las manchas rojas que nos habían dejado en la piel.

El padre de Elizarraraz era presidente de una importante compañía y viajaba mucho, de manera que lo veía muy poco. Mi padre también era presidente de una importante compañía y, por primera vez en mucho tiempo, lo veía de vez en cuando.

Elizarraraz y yo formamos un frente común para defendernos o para soportar a los demás chicos de la escuela. Pienso que bajo otras circunstancias nunca nos habríamos hecho amigos. Durante el recreo comprábamos tortas, bolsas de papas fritas, jugos de fruta artificial y nos sentábamos con los pies colgando en una alta barda, muy cerca de la oficina de la dirección y, por lo tanto, lejos del alcance de los otros chicos.

Tan pronto llegábamos, Elizarraraz desabrochaba los botones de la camisa del uniforme —pantalón de color café oscuro, zapatos cafés con suelo de goma, camisa de manga corta y suéter café con cuello en uve—, y me mostraba la t-shirt que llevaba ese día, porque cada día se ponía una distinta. Camisetas negras con figuras demoníacas estampadas y grandes y retorcidas letras con los nombres de las bandas de heavy metal de las cuales era devoto; a saber, Judas Priest, Iron Maiden y Black Sabath, entre otras. A mí esa música me crispaba los nervios.

—Los metaleros somos anarquistas —solía decir—. Vamos en contra de cualquier imposición de autoridad, incluyendo a la de la religión.

Elizarraraz sabía los nombres e instrumentos de todos los miembros de las bandas, sus años de formación y, en su caso, de disolución. Decía que su habitación estaba tapizada con posters de sus ídolos.

Elizarraraz tenía el alma, los oídos y los dientes llenos de metal. Cuando sonreía, sus brackets le conferían una sonrisa infantil que, a todas luces, contrastaba con la oscuridad de su espíritu metalero. Alguien me dijo alguna vez que la oscuridad se lleva por dentro. Muy dentro la llevaba Elizarraraz.

Desde nuestro lugar seguro, cerca de la dirección, alcanzábamos a ver el segundo piso de la escuela israelita que estaba en el predio contiguo. El muro que teníamos enfrente era algo así como una segunda Franja de Gaza. No era raro que los judíos de esa escuela y los cristianos de la nuestra se lanzaran proyectiles descabelladamente y sin temor a herir a algún chico de gravedad. Una vez nos tocó ver a un niño de la primaria que tuvo el mal tino de pasar por ahí justo en medio de uno de esos intercambios de piedras, cruzar el patio con la cabeza abierta.

Un sábado fui a una fiesta de la escuela en compañía de mi vecino y nos encontramos a Elizarraraz. Nosotros bebíamos coca-colas, en vasos de plástico, y Elizarraraz nos ofreció un poco del brandy que llevaba en una pequeña botella que ocultaba en el interior de una chamarra Hang ten. Pero lo rechazamos. El alcohol estaba prohibido en las tardeadas escolares. Paul Williams tocaba la batería al ritmo de la canción Shout, de Tears for Fears, sobre un techo, y todos los demás le aplaudían. El sonido desde ese techo era sublime.

Esa misma tarde la chica de la escuela que me gustaba, la única que era amable conmigo, se hizo novia de Paul Williams.

Pocos días después de esa fiesta, el chico más temible de la escuela al que apodaban El Lince —por sus ojos verdes y rasgados— me empujó por la espalda, cuando pasaba frente a las chicas, y yo, en medio de un lapsus de valentía y con un grito ahogado le dije: «Chinga a tu madre». Como es de suponerse eso iba a tener un costo. Me retó a batirme a golpes en El Bomberito esa misma tarde, a las cuatro en punto.

Pregunté a Elizarraraz qué era El Bomberito.

—Una plazoleta con un monumento a Benito Juárez, el Benemérito de las Américas —me respondió, y me hizo ver que había cometido el peor error de mi vida insultando al Lince. No había perdido una pelea nunca, ni siquiera con los chicos más grandes, de tercero de secundaria—. Es muy bueno para los madrazos.

Entre la hora que me retó y las cuatro de la tarde estuve terriblemente nervioso y angustiado. Llegado el momento, mi vecino, al que decíamos el Hámster —por su enorme parecido con esos roedores— me acompañó. Una vez ahí llegó también Elizarraraz. A él lo llevó el chofer de su padre. Mientras mi porra estaba compuesta por un chico con cara de Hámster y un roquero con la sonrisa repleta de metal, el Lince tenía a más de diez chicos y chicas coreándol. Olvidé todas las lecciones de karate a las que mi madre me había llevado desde niño y me quedé de pie, mirando cómo el Lince, con una gran seguridad en sí mismo, bailoteaba a mi alrededor. No fui capaz de hacer absolutamente nada cuando vi estallar su puño a mi nariz. El dolor fue intenso. Caí de espaldas, él se abalanzó sobre mi cuerpo y comenzó a pegarme en el suelo. Yo coloqué mis brazos sobre la cara hasta que cesaron los golpes. Se puso de pie y, con un gesto de miedo en su rostro, tal vez porque yo estaba todo repleto de sangre y temió haberme lastimado demasiado, me dijo: «Ya estuvo, Hernández». Y repitió: «Ya estuvo», mientras que se ponía de pie. Se dio la media vuelta y se marchó. Poco a poco todos abandonaron la plazoleta, hasta que sólo quedamos nosotros tres.

Poco tiempo después Elizarraraz me confesó haber llegado al límite de sus fuerzas. No soportaba más el trato que recibíamos. De sus ojos brotaban lágrimas. Los cursos estaban por terminarse. A él todavía le esperaba otro año con esos chicos. Su padre quería que terminara la secundaria en esa escuela. Mi madre, en cambio, había aceptado cambiarme de escuela. ¿Por qué no se lo contábamos a nadie? Por vergüenza, supongo. En aquella época los chicos soportábamos con estoicismo el maltrato escolar y todo lo arreglábamos a golpes; el que iba por ahí diciendo lo que los demás le hacían, terminaba convertido en un «rajón». Y nadie quería ser un rajón.

Lo que a continuación voy a narrar y, sin lo cual todo lo que he contado hasta ahora no tendría mucho sentido, no sólo cambió el desarrollo de las últimas semanas de clases, sino que nos permitió terminar el segundo año de la secundaria con un mínimo de dignidad.

Estábamos en clase de historia. El profesor, uno de esos maestros que se toman muy en serio su rol de educadores, organizó una conferencia sobre la Revolución rusa, en el auditorio principal de la escuela. El ponente era un investigador y había traído consigo una película documental y fotografías antiguas, para que fueran proyectadas en la gran pantalla.

Yo entré tarde y no pude sentarme junto a Elizarraraz, de manera que lo hice en su misma fila, pero en el extremo opuesto. Desde ahí, en la penumbra, podía ver su perfil afilado, su nariz prominente y su cabellera alborotada.

El conferencista proyectó algunas escenas de cine mudo. En la película, las imágenes se movían demasiado rápido y sólo era posible escucha música de organillo de fondo. Era como estar en uno de esos primeros cines que se llevaban directamente a las comunidades rurales.

El conferencista congeló la imagen en una fotografía de familia, en blanco y negro, como todas las imágenes que habíamos visto, donde aparecían un hombre, cinco mujeres y un niño. A saber, una familia de la época. El hombre mayor vestía con uniforme militar y botas altas, llevaba un bigote y una barba muy particulares. La mujer que estaba junto a él usaba una corona. Las demás eran muy jóvenes. El niño vestía con traje de marinerito y, con las manos engarzadas, estaba muy pegado a sus padres. Todos miraban fijamente hacia la lente de la cámara fotográfica.

—¿Quiénes son? —preguntó el conferencista invitado al grupo.

Como nadie respondió, volvió a formular la pregunta. Pero una vez más, nadie dijo nada. Entonces, cambió su pregunta: ¿alguien puede decir algo sobre Rusia? ¿Alguien ha escuchado hablar sobre la Unión Soviética?

Conocíamos a nuestro profesor y sabíamos que estaba molesto con nosotros porque nadie respondía.

En medio de aquel penoso silencio surgió la voz inconfundible —ronca, con algunos tonos agudos, propios de la adolescencia— de Elizarraraz.

—Es la familia Romanov —dijo—. Una de las familias más poderosas de la historia. Son el zar, su mujer, la zarina, y sus hijos. Todos ellos, el médico del zar, y los que los acompañaban al exilio, fueron asesinados por los bolcheviques…

A continuación, Elizarraraz comenzó a hacer una pormenorizada y brutal descripción de los hechos que ocurrieron alrededor del fusilamiento de aquella familia, el médico y una sirvienta, el 17 de julio de 1918, en Ekaterimburgo, una ciudad de los Urales. Habló de los pormenores de la ejecución. La manera como fueron engañados, trasladados a un sótano donde fueron masacrados en medio de un embrollado de disparos. Habló de cómo las joyas que llevaban algunas las hijas de los zares las protegieron de los disparos y fueron las últimas en morir, cuando fueron atravesadas por las bayonetas de sus carniceros ejecutores. Aseguró que nunca, hasta ese momento, se habían encontrado los cadáveres y que seguían buscándolos.

¿Cómo podía mi compañero de escuela saber todo eso? ¿Cómo y dónde había adquirido un conocimiento tan profundo de algo que ninguno de nosotros habíamos escuchado hablar?

—Basta, Elizarraraz —dijo el profesor. Es usted demasiado gráfico en su descripción —lo reprimió el profesor.

Elizarraras, eufórico, empezaba a hablar de los cráneos encontrados. Cuando se calló tenía el gesto de alguien que hubiera estado ahogándose y de pronto pudiera saborear una bocanada de oxígeno.

No volvieron a burlarse de nosotros ni a lastimarnos hasta que terminó el curso. A mediados de julio empezaron las vacaciones de verano y no volví a saber de Elizarraraz.

Catorce años después, mientras que estudiaba un posgrado en la ciudad de Monterrey, decidí hacer un trabajo sobre la Revolución de Octubre de 1917 para la materia de ciencias políticas. Inevitablemente, volví al tema de los Romanov y me pregunté qué había sido de aquel compañero que parecía saber todo sobre heavy metal y magnicidios. Luego, volví a olvidarme de él, hasta la semana pasada cuando, de la nada, volví a recordarlo.

Decidí ponerme a investigar. No tardé en encontrarlo en una red social. Su perfil dice que trabaja en una aseguradora. Tiene el pelo corto y tiene un hijo. Parece alguien de lo más normal. Me pregunté si debía contactarlo y recordarle aquella época, pero al final decidí no hacerlo. Ninguno de los dos somos los que éramos durante aquel largo año escolar de 1984. Prefiero recordar al Elizarrarás que me ayudó a soportar aquel año escolar.

El resto es silencio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.