Cultura

Asomándome a la noche

 

Es la noche como un manto de terciopelo amoratado bañado en sombras, como una mortaja de acometidos contrastes que viene desplegándose desde el principio de los tiempos.

El escritor, hombre prudente y de buenas costumbres, es amante del bien hacer, de la pura amistad, y de la concordia, lo mismo que de todo aquello que participa de las virtudes que emanan del silencio y de la soledad.

Poco amigo, pues, del mundanal ruido y del contrasentido, el escritor vive retirado en el campo, en una apartada aldea de muy pocos vecinos, tan pocos, que en los días más crueles del invierno no se ve un alma por la calle, si no es un poco de sol tibio –  en los días más afortunados – que muy pronto deja paso a un descomunal séquito de sombras plomizas ocupando la aterida faz de la tierra.

El escritor, alta ya la noche, quiere darse un respiro en la labor que viene realizando, y sale al corral a estirar las piernas, y a tomar conciencia del latido primerizo de la noche y de algún que otro sonido seco, metálico, y hasta musical que suele acompañar a las noches del sofocante estío.

Echado en su hamaca techada por los ramales tortuosos del viejo parral, contempla a su través el cielo negro, informe, cuajado de infinidad de puntitos titilantes que apenas alcanza a vislumbrar, y la rotunda brillantez de Venus, tan bello como un arabesco. La luna – que parecía no acudir a su cita como otras noches – asoma con su reservada modestia por encima de la línea desvaída del monte, para establecerse sobre el tejado ruinoso de un caserón abandonado, y por el que los gatos como sombras esquivas rondan a la busca de algo que llevarse a la boca.

Sobre la misma noche, asomándose a la noche, se escucha la voz armoniosa y tersa de la noche, como un mesurado susurro que depara la brisa suave al incidir en la hojarasca frondosa de la higuera,, y aún el lamento largo y atormentado de un perro espantando el hambre, un perro remoto y perdido acosado por los fantasmas de la noche.

En medio de la noche, a solas con la noche, flanqueado por ese misterio que la noche protagoniza, el escritor nota de pronto un estado de regocijo que no entiende ni sabe explicar, una exaltación del ánimo que le invita a dejarse llevar por los más empinados senderos a los que muchas veces la vida predispone, y alcanzar así la meta soñada.

Hay instantes en que no se mueve ni una hoja del parral, y sin embargo, la noche parece que respira, que se deja tocar – igual que un bello cuerpo por las flechas de Cupido. El escritor – echado a lo largo de la hamaca y con los brazos cruzados en la nuca – parece estar soñando, habitando la noche en un rumor de sombras, y gozosa felicidad. El hombre amante de la soledad y de las horas para entregarse a la meditación asiste, sin dejar de asombrarse, al espectáculo único que la noche presta, esquiva en ocasiones, e insinuante, altiva y complaciente a un tiempo.

El escritor, aferrado a su soledad, gusta – a esa hora en que las cigarras celebran con clamoreo el embrujo de la noche – de la quietud del entorno, que no deja de sobrecoger en esos momentos en que la noche no es más que un mar de tinieblas. Un tanto perplejo y calculador a la vez, el escritor quiere dejar constancia esta noche balsámica de la presencia de la luna, de su líquida luminosidad, y guía insuperable de extraviados caminantes. No deja de sentir al fijarse en las innumerables estrellas que coronan el firmamento, como su vida parece estar predestinada, en tanto los astros celestiales permanecen afincados en la eternidad, inalcanzables, testigos ejemplares de la naturaleza y circunstancias de la noche.

El corral – en el que el escritor se toma su tiempo de holganza después de dar por finalizada la tarea del día – es en esta noche suprema un remanso de paz y de silencio, y ello le da por pensar que es bueno, infinitamente bueno para el bienestar y goce del espíritu, y para aquellos corazones embargados de mansedumbre y buenas intenciones.

Saliendo de la noche, derramándose en la noche, a solas con las voces que parecen surgir de la misma tierra, de un submundo de sensaciones y de recuerdos, el escritor se nota a bien consigo mismo, y se considera a todas luces un mortal afortunado donde los haya. Al tiempo  que de nuevo repara en esa inmensa oscuridad que enturbia el firmamento, presiente el silente rodar de la memoria a través de las estaciones, de los años, y hasta de los siglos, y asiste, sin tener explicación, a la ceremonia que la noche viene ofreciendo, como un sacrificio litúrgico que nada más la noche brinda. La noche espanta unas veces y complace otras; la noche es un fanal de reverberante luminosidad, que aclara y da lustre a las conciencias comprometidas con la condición humana.

Es la noche, por ventura, plácida y liviana, aclimatada al rodar de estas horas solitarias y vacías en que todo parece someterse al veredicto de los sueños, lo mismo que una diosa venerada de otro tiempo. Antes de caer en los brazos del sueño, antes de rendirse al hechizo que la noche entraña, el escritor, sin dejar de contemplar el telón de fondo que las estrellas recomponen en el cielo, piensa en el gran poeta místico de Fontiveros – enamorado de la noche – en esa hora antes de acostarse que dedicaba a atisbar el firmamento estrellado, ya fuese desde un jardín velado por la luna, o desde el sendero por el que iba de paso, porque, curiosamente,en esa hora oscura en que todo se cierra, en que todo parece que deja de ser para los hombres, para el eximio místico abulense se abría incondicionalmente, dando rienda suelta a su exaltación poética acerca del amado y la amada en esa noche oscura del alma.

Sobre el autor

Jordi Sierra Marquez

Comunicador y periodista 2.0 - Experto en #MarketingDigital y #MarcaPersonal / Licenciado en periodismo por la UCM y con un master en comunicación multimedia.